Este 21 de octubre inicia, oficialmente, la COP16 en Cali, uno de los eventos más importantes de biodiversidad en el mundo. Al mismo tiempo que se realiza, la Amazonia, una de las regiones más biodiversas del planeta, está en serios problemas. Cada vez que talamos una hectárea de bosque, perdemos 139 árboles y, con ello, cientos de conexiones con otras especies. Esto es lo que está en juego.
Antes de decidir la portada de la edición impresa de este domingo, discutimos varias horas sobre cuál podría ser el mejor camino para llamar la atención sobre la importancia de la biodiversidad. No es difícil intuir que, entre tantos anuncios, foros, charlas virtuales, reels en Instagram e hilos en Twitter, más de una persona estará —¿o está?— agotada de escuchar sobre biodiversidad. También de las noticias desoladoras que la rodean. “¡Ya estoy saturado de la COP, no más!”, me reclamaba un colega cuando le conté que viajaríamos cinco periodistas de El Espectador a la COP16, que inicia mañana en Cali.
Algo similar suelen sentir algunas personas, cuando aparecen las inquietantes cifras de la tragedia que vive la Amazonia. Otro colega, el periodista y escritor Santiago Wills, lo ponía en estos términos en una columna hace un par de semanas: “La Amazonia ha muerto, o cuando menos está cerca de pasar ese punto de no retorno, y no sé —los periodistas no sabemos— cómo lograr que a los demás les importe”.
De manera que, tras discutir sobre nuestra portada y el primer texto de esta edición, optamos por contarles una historia que nos ayude a dimensionar lo que está en juego cuando hablamos de proteger la biodiversidad y la Amazonia. Después de todo, este lugar es uno de los puntos más biodiversos del planeta, reiteraba en su último informe el Panel de Científicos por la Amazonia (SPA).
Esa historia tiene como protagonista a varios árboles. Los mismos que se están perdiendo mientras usted lee este relato. A medida que avanza por estas líneas, están cayendo árboles en algún bosque amazónico. Si hace falta una cifra, entre 1985 y 2023 hemos perdido 88 millones de hectáreas, según MapBiomas Amazonia. Y en cada hectárea desaparecieron, en promedio, 139 árboles que tardaron muchas décadas en crecer.
Algunos de esos árboles son los que están en la portada. Los dibujaron los indígenas Diego Guerrero Román y de Confucio Hernández, para que sus comunidades y nosotros, los de “occidente”, recordemos que en la Amazonia hay una riqueza que ni siquiera conocemos y estamos perdiendo.
Carlos Rodríguez, director de Tropenbos Colombia, lo dice de esta manera: “Con la ampliación de la frontera agrícola, con la deforestación y con la minería ilegal, estamos acabando con el bosque sin conocerlo. Cada dos o tres minutos se está quemando una hectárea y ni siquiera sabemos lo que tiene. Eso es una tremenda vergüenza porque tenemos la biodiversidad, hablamos todo el tiempo de ella, pero no la conocemos y tampoco la cuidamos”.
Tropenbos es la organización que está detrás de ese ejercicio. Desde que en los años 80 empezaron a trabajar con las comunidades indígenas de la Amazonia, han hecho múltiples esfuerzos para rescatar ese conocimiento de los pueblos amazónicos. Algunos indígenas mayores, dice Rodríguez, podían recitar hasta mil especies de árboles, pero hoy los adultos tan solo recuerdan 50 u 80. Es raro que los más jóvenes puedan citar más de 20.
Por ese motivo, desde hace una década, en Tropenbos comenzaron a conversar con los más viejos para buscar alternativas pedagógicas y evitar que se perdiera ese conocimiento a la par que se perdía la selva. Sin dar muchos rodeos, encontraron en el dibujo y en la recolección de muestras de árboles un camino para “mantener esos saberes y comunicarlos” entre las comunidades y entre nosotros, los “blancos”. “Me sorprende que todo el tiempo hablamos de restauración y no conocemos ni siquiera la composición ni la oferta de semillas de una hectárea de bosque amazónico”, añade Rodríguez.
No es lo único que le sorprende a Carlos Rodríguez, biólogo y PhD en Ciencias Naturales. También le llama la atención que, al tiempo que se pierden miles de hectáreas de bosque, no reflexionemos sobre las conexiones que están desapareciendo. Las siguientes imágenes —también de Confucio Hernández, de la etnia uitoto n+pode— muestran algunos de esos vínculos que no vemos, pero que se pierden cada vez que cae o se quema un árbol, en este caso el caimo.
De los frutos del caimo silvestre se alimenta la guacamaya roja o la guacamaya azul. También el mono ardilla y el churuco, otro primate. La mariposa monarca busca el néctar de ese fruto cuando cae al suelo, pero cuando anochece, las relaciones son muy diferentes. La boruga come sus frutos y la culebra verrugosa se acerca a su tronco en búsqueda de otras presas. Eso solo sucede en un lapso de tiempo, en la época de fructificación.
Esas no son todas las conexiones que puede haber en torno a un árbol, por supuesto. Para decirlo en los términos del Panel Científico por la Amazonia, las interacciones que hay entre plantas y animales en esta región son un proceso ecológico central en los bosques. Sin él, dejarían de existir.
Digámoslo en una cifra más precisa que, a los ojos de ese grupo de investigadores, sintetiza esa relación: entre el 80 y el 90 % de los árboles dependen de los animales para la dispersión de semillas; y hasta el 98 % de las plantas dependen de los animales para la polinización.
Son redes, se lee en uno de sus informes, que regulan todos los aspectos de los bosques amazónicos y son responsables de la generación de biodiversidad: “Son redes de polinización muy diversas y complejas; incluyen una amplia variedad de invertebrados y vertebrados y forman la base de la reproducción en la perpetuación de los bosques amazónicos”. Así como las aves y los murciélagos dispersan semillas en sus vuelos, hay peces que se convierten en dispersores cuando grandes áreas de bosque se inundan estacionalmente.
Un árbol, un mundo
Si quisiéramos mirar con un poco más de detalle la biodiversidad estamos perdiendo cuando desaparece un árbol en la Amazonia, Fernando Fernández, profesor de la U. Nacional y entomólogo (es decir, que estudia insectos y otros artrópodos), tiene otro buen ejemplo: las abejas del género Exaerete (Apidae) son las encargadas de polinizar las orquídeas que viven sobre los árboles amazónicos. Pero si empiezan a desaparecer, también las orquídeas y, con ellas, ese grupo de abejas.
Algo similar sucedería con el cucarrón más largo del mundo, el Titanus giganteus (Cerambycidae), que puede alcanzar hasta 18 centímetros. El entomólogo y profesor de la U. Nacional, Juan Pablo Botero, recuerda la maravillosa conexión que tiene en la Amazonia: se cree que sus larvas, que aún son desconocidas, se alimentan de raíces. Cuando los individuos ya son adultos comen madera viva o en descomposición.
“Cuando un tronco cae y muere, como sucede con este cucarrón, hay muchos ‘bichos’, entre ellos, hongos y bacterias, que se alimentan de la madera y ayudan a que los nutrientes vuelvan al suelo y crezcan allí nuevas plantas”, explica su colega Dimitri Forero, del Instituto de Ciencias Naturales, de la U. Nacional.
Forero, que se especializó en estudiar chinches, no puede dejar de mencionar otro ejemplo, cuando le pregunto por las relaciones ecológicas que se pierden con la deforestación de la Amazonia: la Montina ruficornis (Reduviidae), que solo está en esa región, es una depredadora que ayuda a controlar especies que son consideradas plagas en algunos cultivos.
Si hiciera falta, como se lee en uno de los documentos del SPA, basta con recordar que en un solo árbol amazónico un grupo de investigadores encontró 95 especies diferentes de hormigas, tantas como toda la fauna de hormigas autóctonas que hay en Alemania.
Solo un dato más de los invertebrados, pues pocas veces no detenemos a pensar en ellos cuando hablamos de biodiversidad, la palabra más popular en las próximas dos semanas: en 2022, un grupo de científicos liderado por Dalton de Souza Amorim, de la Universidad de Sao Paulo, en Brasil, publicó un estudio en Scientific Reports (del grupo Nature), que mostraba los resultados de un experimento que hicieron para saber qué insectos había en la parte superior de los árboles. Tras poner “trampas” hasta en 32 metros de altura, notaron que el 60% de la densidad de insectos de esa porción de bosque (cerca a Manaos), estaba en el dosel y más arriba. Recolectaron 37.778 individuos. “En el dosel hay una fauna muy rica y exclusiva (…) y un complejo sistema de insectos”, escribieron.
“Es que esa vegetación que hay en el dosel es el resguardo de muchas especies y hay unas interacciones maravillosas que nadie ve”, añade Lucas Barrientos, profesor de la U. Javeriana, que se ha dedicado a estudiar anfibios.
En su mente de herpetólogo tienen una gran cantidad de ejemplos para explicar lo grave que es una rana pierda los árboles que son también su casa. Algunas del género Ecnomiohyla viven en el dosel, donde se alimentan y bajan, luego, a reproducirse. A su vez, sus excrementos son materia orgánica que se convierte en abono.
Aunque en la cuenca del Amazonas está la mayor densidad de especies del mundo, también hay una diversidad que aún no ha sido descrita. En el caso de las salamandras, se cree —según el grupo del SPA— que debe haber muchísimas especies más que no conocemos.
Lo mismo sucede con las aves. Pese a que en la Amazonia está el mayor número de aves del mundo (hay, por lo menos, 1.300 especies) es posible que haya otra buena cantidad. Más de 260 solo se encuentran en esos ecosistemas.
Pero como la Amazonia no es una región aislada, recuerda Jorge Velásquez, director científico de Audubon para América Latina y el Caribe, sus conexiones van mucho más allá de sus fronteras. El Parque Nacional Natural Serranía de Chiribiquete, dice, está conectado con la costa occidental de Estados Unidos y con territorios tan lejanos como Alaska y el sur de Argentina. “Los árboles de la Amazonia ofrecen refugio a las aves de esos lugares en época de invierno, y también es un sitio de paso para aves que van hacia otras regiones del continente”, apunta.
En un estudio que Velásquez lideró para Audubon, una organización que ha dedicado a la conservación de aves, mostraban cómo los Parques Nacionales colombianos son vitales para muchos de esos pájaros migratorios. Aunque la mayor parte de especies llegan al Parque Vía Isla Salamanca, en el Caribe, una buena cantidad pasa por el PNN Serranía de La Macarena (más de 40) y por el PNN Picachos (más de 40). Ambos están en la Amazonia.
Si todos estos datos no bastan para comprender qué perdemos cuando empieza a desaparecer la selva, que será un tema crucial en esta COP16, es bueno volver a la conexión que tanto nos preocupa a los bogotanos: cada árbol puede liberar más de 1.000 litros de agua en solo 24 horas, suficiente para llenar 10 bañeras.
A los ojos de Carlos Rodríguez, en esos ríos que vuelan y cuyo concepto tomamos prestado de la mitología indígena, también deberíamos pensar cuando hablemos de biodiversidad.
*Este artículo es publicado gracias a una alianza entre El Espectador e InfoAmazonia, con el apoyo de Amazon Conservation Team.