La población del país se enfrenta a una tormenta perfecta con un gobierno de extrema derecha, el avance de la destrucción de la naturaleza, una crisis sanitaria explosiva y la recesión económica.
En los estados de Roraima y Amazonas, las tierras de los yanomami han sido invadidas por los garimpeiros (mineros) desde 1987. Aprobada un año después, la Constitución Federal de 1988 marcó un rumbo democrático y de derechos socioambientales en el país que recién había salido de la dictadura militar. Sin embargo, tres décadas después de la ocupación de los territorios, los crímenes continúan y se refuerzan durante el gobierno de extrema derecha de Jair Bolsonaro.
Algunas entidades civiles y el Ministerio Público Federal señalan que cerca de 25000 delincuentes excavan día y noche en busca de oro y otros minerales en ese territorio, destruyendo bosques y cursos de agua. Ríos como el Mucajaí han sido desviados de sus cauces, una hazaña celebrada por los criminales en redes sociales, como puede verse en este video:
La minería artesanal (garimpo) también es responsable de diseminar el peligroso mercurio por tierra y agua, así como de propagar enfermedades entre poblaciones que antes vivían sanas en los bosques. Familias enteras sufren. Los ancianos, guardianes de las culturas, y los niños, que garantizarían el futuro de las etnias, son víctimas de la COVID-19, llevada a la región, en parte, por los delincuentes.
La actividad ilegal aumentó 30 % en el territorio yanomami en 2020, a pesar de la pandemia. Un área similar a 500 campos de fútbol fue deforestada durante el mismo periodo. En la región también viven pueblos aislados sin contacto directo con la sociedad moderna y otros pueblos autóctonos.
Pero el sufrimiento de los yanomami no es aislado y refleja el trato que le han dado los gobiernos brasileños a los pueblos indígenas y otras minorías cuyo modo de vida mantiene ambientes y culturas ancestrales. Los expertos advierten que los conflictos cobran fuerza debido a la impunidad y al desmantelamiento de las conquistas legales alcanzadas con la redemocratización.
Ricardo Verdum, Coordinador de la Comisión de Asuntos Indígenas de la Asociación Brasileña de Antropología, recuerda que gobiernos anteriores le prestaron mayor atención a las normativas federales e incluso actuaban de la mano con los movimientos indígenas contra el saqueo de los recursos naturales en los territorios protegidos por la ley.
En la actualidad, sin embargo, predomina la regresión de derechos, con fuerzas conservadoras que ocupan los organismos y funciones del Estado. «El gobierno actual es negligente y fomenta los conflictos, especialmente territoriales, con los indígenas. No hay ningún gesto significativo para contener las disputas, solo acciones para que no sea tan evidente que el proyecto es desmantelar todas las conquistas alcanzadas desde la Constitución de 1988. La ‘presunción de impunidad’ puede convertirse en algo socialmente epidémico cuando se trata de los pueblos indígenas del país», destaca Verdum.
Otro fruto del escenario político cultivado por el gobierno de Jair Bolsonaro es la postura frente al Acuerdo de Escazú. Brasil, el país más peligroso del mundo para los defensores del medio ambiente, no ha ratificado el Acuerdo que fortalecería la participación pública, la transparencia y la seguridad en los programas sociales y de protección de la naturaleza. Su aprobación demandaría mejoras en la legislación nacional; lo contrario favorecerá la destrucción ecológica y la violencia contra los pueblos indígenas, afrobrasileños (quilombolas) y otras poblaciones.
«Brasil está perdiendo la oportunidad de contar con un instrumento que fortalezca la democracia y el derecho ambiental. Cuantos más países ratifiquen el Acuerdo de Escazú, mayores serán las garantías de los derechos de los defensores del medio ambiente en una región muy violenta», indica Ana Gabriela Ferreira, coordinadora de Acceso a la Información de la organización Artículo 19.
BRASIL, EN DIRECCIÓN CONTRARIA A LA REGIÓN
En 2019, 24 asesinatos convirtieron a Brasil en el tercer país más letal para los activistas y defensores del medioambiente, como lo muestran las cifras de la ONG Global Witness. Según esa organización, ese año fueron asesinadas 212 personas en todo el mundo por las mismas razones.
Es en ese contexto que el Acuerdo de Escazú insta a los gobiernos de América Latina y el Caribe a que tomen medidas preventivas contra la violencia hacia líderes medioambientales y que investiguen y castiguen con mayor rigor las amenazas y agresiones. De igual forma, el acuerdo establece que las personas y grupos más vulnerables tengan preferencia en el acceso a los derechos para asegurar su supervivencia.
Adaptado a la realidad de la región, el acuerdo contribuye al fortalecimiento de las estructuras normativas y las capacidades de los Estados nacionales. Así mismo, proporciona herramientas para que los propios defensores hagan valer sus derechos, destaca el jefe de la Unidad de Políticas para el Desarrollo Sostenible de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), Carlos de Miguel. El organismo de la ONU fue el principal articulador en la construcción y aprobación regional del texto del Acuerdo de Escazú durante una negociación que duró seis años.
“El mejor modo de tratar las cuestiones ambientales es con la participación de todos aquellos afectados, y que esta participación sea informada”, destacó de Miguel.
El Acuerdo, además, contribuye de forma general a proteger el derecho de cada persona a vivir en un ambiente sano asociado a un desarrollo verdaderamente sostenible. Esta directriz es similar a secciones de la Constitución brasileña, sin embargo, el país no se ha movido para ratificar un tratado que ayudó a construir.
Brasil lo firmó en septiembre de 2018, durante el gobierno de Michel Temer, y Carlos de Miguel reconoce que algunos puntos fueron incluso mejorados durante una reunión en Brasilia gracias a una «brillante gestión de la Cancillería brasileña», entonces dirigida por el ex senador Aloysio Nunes.
Un claro contraste con la actuación de Ernesto Araújo, el canciller nombrado por Jair Bolsonaro, un fanático de teorías conspirativas llenas de comunistas y otros enemigos imaginarios que se separó del cargo en marzo de este año debido a fuertes presiones políticas. Alineado con el gobierno, paralizó acuerdos políticos y comerciales, incluida la compra de vacunas para la COVID-19. Tampoco apoyó la propuesta de un tratado que fortalecería la cooperación internacional para prevenir y combatir nuevas pandemias, bloqueó acuerdos para frenar el uso de plásticos, reducir la deforestación y la pérdida de biodiversidad, y abordar la crisis climática.
Poco antes de dejar el cargo, Araújo fue interrogado en una audiencia pública de la Comisión de Relaciones Exteriores de la Cámara de Diputados por el parlamentario federal Rodrigo Agostinho (PSB-SP), pero el entonces ministro de Asuntos Exteriores guardó silencio sobre la ratificación del Acuerdo de Escazú. Aún así, la presión política no cesó.
«Brasil cuenta con la mayor riqueza socioambiental del planeta. Seguiremos incentivando al gobierno para que lo ratifique. De esta manera, el país tendrá una mejor gobernanza y consolidará sus herramientas democráticas. Escazú está siendo discutido en otros ámbitos y puede convertirse en un tratado para todo el mundo civilizado y no sólo para América Latina y el Caribe», dijo Agostinho, ex presidente de la Comisión de Medio Ambiente de la Cámara de Diputados.
En Brasil, después de ser firmados, los acuerdos internacionales son ratificados con articulaciones entre los poderes ejecutivo y legislativo. El proceso puede extenderse. Por ejemplo, el país suscribió el Convenio de Minamata para eliminar el mercurio de las actividades productivas en 2013, pero solo lo ratificó en 2018. El Convenio de Rotterdam sobre ciertos plaguicidas y productos químicos peligrosos, por su parte, se firmó en 1998 y no se promulgó hasta 2005.
Pero incluso antes de ser legalizado en el país, el Acuerdo de Escazú ya ha influido en las movilizaciones de las entidades civiles y en los debates en el Supremo Tribunal Federal. Durante el desarrollo de un juicio en mayo de 2019, la magistrada Rosa Weber reconoció que el fortalecimiento de la participación ciudadana, como propugna el Acuerdo, es el mejor camino para la protección social y ambiental en América Latina y el Caribe.
«Aunque el Acuerdo de Escazú no esté en vigor y aún no tenga aplicaciones legislativas formales en Brasil, ya es una fuente de derecho que puede utilizarse como parte de las acciones y decisiones legales», considera el investigador Rubens Born, colaborador de Desarrollo Sostenible, Gobernanza y Medio Ambiente de la Fundación Grupo Esquel Brasil.
LA DEMOCRACIA EN PELIGRO Y LA DESTRUCCIÓN EN AUMENTO
Procedente de las fuerzas militares, Jair Bolsonaro ocupó cargos políticos durante tres décadas. Su actuación en el parlamento, en la campaña electoral y como Presidente de la República está marcada por ofensas a las minorías étnicas, a las mujeres y los homosexuales.
Elegido en 2018, se convirtió en el primer presidente brasileño con acusaciones de violaciones de derechos humanos analizadas por la Corte de La Haya (Holanda). La Corte Penal Internacional está evaluando las acusaciones en su contra por crímenes de lesa humanidad e incitación al genocidio de los pueblos indígenas.
Un análisis de la organización no gubernamental SOS Mata Atlántica mostró que el entonces candidato Bolsonaro tenía la peor plataforma electoral para el ámbito socioambiental. En las encuestas de opinión, un alto porcentaje de brasileños espera una mayor protección de la naturaleza por parte de los gobernantes, sin embargo, estos índices aún no se ven reflejados en las urnas.
Su gobierno, apoyado por militares nostálgicos de la dictadura y fanáticos religiosos, está acabando con la legislación social y ambiental, destruyendo los mecanismos de control de la deforestación, alentando a los criminales al pillaje de los recursos naturales y viendo impasible cómo cientos de miles de brasileños mueren por COVID-19.
«Desde las elecciones, ya las señales apuntaban a un gobierno con una política antiambiental, que actuaría en contra de todo lo establecido en el Tratado de Escazú. Todas las semanas hay retrocesos en diversas áreas y derechos. Nuestra democracia está en peligro y esto exige su defensa, mientras haya mecanismos para ello», destaca Yumna Ghani, del Programa de Acceso a la Información de Artículo 19.
En declive desde 2004, la deforestación en la Amazonia ha aumentado desde 2013 y ahora está batiendo récords, fruto de la falta de coordinación federal y de modelos económicos sostenibles en la región. El año pasado se destruyeron 11.100 km², una superficie casi del tamaño del municipio de Manaos, capital del estado brasileño de Amazonas. Los altos índices mantienen a Brasil en el primer lugar a nivel mundial en deforestación.
Si se suma la pérdida de vegetación en todas las regiones, el país perdió 17 000 km² de cobertura vegetal en 2020. Esta cifra es tres veces mayor que la del segundo país con mayor deforestación, la República Democrática del Congo (África).
El informe de Global Forest Watch indica que los incendios se han disparado en Brasil a manos de los ganaderos que preparan las zonas deforestadas para la agricultura o la ganadería. Esta situación se refleja en la tragedia que afectó al Pantanal el año pasado, cuando los ganaderos prendieron fuego a la vegetación ya seca para renovar los pastos.
Una evaluación realizada por la Universidad Federal de Río de Janeiro señala que un tercio de la mayor llanura de inundación del planeta, un gran refugio de jaguares en Sudamérica, se convirtió en cenizas. Las reservas ecológicas e indígenas fueron quemadas casi en su totalidad y no hay acciones gubernamentales para evitar que la tragedia se repita este año.
El frenesí destructivo ha dado lugar a protestas públicas y demandas, todavía inocuas, ante las deficiencias gubernamentales. A principios de abril, dos centenares de grupos de la sociedad civil le pidieron al gobierno de Joe Biden que mantuviera una postura crítica y no sellara los acuerdos con Brasil por los elevados riesgos para el medio ambiente, los derechos humanos y la democracia.
Las ONG temen que en la cumbre del clima convocada por Joe Biden para esta semana, coincidiendo con la entrada en vigor del Acuerdo de Escazú, se anuncie un apretón de manos entre Estados Unidos y Brasil para la supuesta protección de la Amazonia. Destacan que estas negociaciones deben contar con la participación de la sociedad, los gobiernos subnacionales, la academia y el sector privado. Y que deberían ser precedidos de la reducción de la deforestación y de las pérdidas de biodiversidad, así como por la reversión de los retrocesos socioambientales apoyados por el Congreso Nacional.
«Las negociaciones y los acuerdos que no respeten esos prerrequisitos son un aval a la tragedia humanitaria y al retroceso ambiental y civilizatorio impuesto por Bolsonaro. No es razonable esperar que las soluciones para la Amazonia y sus pueblos provengan de negociaciones hechas a puerta cerrada con su peor enemigo», señalan las ONG.
Además de amenazar con acabar con otras legislaciones que protegen a las poblaciones indígenas y tradicionales, las políticas en curso reducen la participación civil en el diseño de políticas públicas y las estructuras y presupuestos de los organismos de inspección y control ambiental.
Debilitar la concesión de licencias para obras y otros proyectos que impactan en los pueblos y la naturaleza, legalizar las tierras públicas que han sido tomadas en el país y liberalizar la minería, la extracción de oro y otras actividades económicas en tierras indígenas son algunas de las prioridades que el Gobierno brasileño ha enumerado para el Congreso Nacional.
La minería en los territorios indígenas está prevista en la Constitución Federal, pero hasta ahora no ha sido regulada por ley debido a las amenazas que supone para 255 pueblos diferentes, que suman casi 900 000 personas, la gran mayoría ubicadas en la Amazonia. Mientras tanto, los miembros del gobierno federal se relacionan con los grupos de presión sectoriales.
Por un lado, el presidente Jair Bolsonaro y el ministro de Medio Ambiente, Ricardo Salles, son cercanos a los garimpeiros y madereros ilegales que critican la fiscalización del medio ambiente. Por otro lado, el vicepresidente Hamilton Mourão y el ministro de Minas y Energía, Bento Albuquerque, articulan la minería en tierras indígenas con entidades y parlamentarios vinculados a la actividad minera.
En marzo, durante una reunión fuera de la agenda oficial con madereros y el presidente de la Fundación Nacional del Indio, el presidente Jair Bolsonaro alentó a los indígenas kayapó del sur de Pará a presionar por la minería y la agroindustria en sus tierras, informó el Observatorio de Minería. Estas acciones del Ejecutivo Federal promueven conflictos e ignoran tragedias históricas.
Ese mismo mes, persuadidos por bandidos, garimpeiros e indígenas atacaron el edificio de la asociación de mujeres Munduruku en Jacareacanga, Pará, en un intento de silenciar a los grupos que se oponen a la minería en tierras indígenas. Los munduruku son uno de los grupos étnicos más perjudicados por la minería y la generación de energía en la Amazonia brasileña.
«Hoy en día, quienes se manifiestan contra la minería y otros daños a las zonas protegidas se convierten en objetivos. El país acumula innumerables muertes sin soluciones efectivas. Las condiciones han empeorado aún más con un gobierno que retomó discursos y acciones que favorecen la violencia histórica contra los negros, los indígenas y los pobres», asegura Ana Ferreira, de Artículo 19.
En la actualidad, se están destruyendo los órganos de inspección y ejecución de las políticas medioambientales federales; al ministerio de Medio Ambiente se le asignó este año el presupuesto más bajo de las últimas dos décadas; las multas medioambientales son juzgadas por un «comité de conciliación» que pone a cero el cobro de las sanciones por delitos medioambientales y el pasivo de las multas federales no cobradas es de 59 000 millones de reales (más de 10 500 millones de dólares) en 30 años, como mostramos en The Intercept Brasil.
Hasta ahora, se han publicado casi 60 cambios legales para debilitar la preservación del medio ambiente en el gobierno de Bolsonaro, según un análisis publicado en Conservation Biology. Una evaluación de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza señala que Brasil es uno de los países en los que más se usa la pandemia para lograr retrocesos socioambientales. La lista incluye el doble de ataques a los defensores del medio ambiente.
MÁS ORDEN EN LA CÁMARA LEGISLATIVA
El Acuerdo de Escazú también contribuirá a luchar contra la corrupción, aportando más transparencia a las instituciones públicas y privadas. El fraude y la influencia política y económica en las licitaciones y licencias medioambientales, en la tramitación de proyectos legislativos e incluso en las decisiones judiciales son habituales en América Latina y el Caribe.
El proyecto periodístico Tierra de Resistentes identificó 517 casos de persecución judicial contra defensores socioambientales en la región, entre 2009 y 2019. Se logró localizar información sobre las decisiones judiciales solo en 289 (12 %) de los 2400 casos analizados en el periodo. Hubo denuncias formales de las víctimas en 1325 casos (56 %), pero la gran mayoría no tuvo respuesta de los organismos públicos.
En Brasil, un ejemplo de esto ocurrió en noviembre de 2019, cuando ambientalistas y bomberos fueron detenidos por la Policía Federal acusados de provocar incendios en Alter do Chão, Pará, para recaudar fondos de ONG internacionales. La investigación que los puso tras las rejas durante tres días estuvo llena de irregularidades y conclusiones sin pruebas. Fueron absueltos un año después y la investigación que habría señalado a los verdaderos criminales fue archivada.
Dos años antes, en 2017, la policía buscaba a 14 trabajadores rurales en una finca de Pará. Murieron diez. Un sobreviviente que conocía detalles sobre la masacre de Pau d’Arco, Fernando dos Santos Araújo, fue asesinado en febrero de este año. Era parte del programa federal de protección de testigos, pero había regresado unos meses antes a la finca donde tuvo lugar la masacre.
Para estas y muchas otras situaciones, deberían ser adoptadas las directrices del Acuerdo de Escazú, que podrían generar efectos colaterales positivos en la legislación brasileña y en el escenario de violencia e impunidad. Cuando se ratifique, será necesario analizar y mejorar el marco jurídico. Según el acuerdo, los países de América Latina y el Caribe deben actuar en bloque contra los delitos socioambientales.
Según los expertos, el Acuerdo de Escazú reclama una participación efectiva y bien informada de la población en la planificación y en las actuaciones públicas y privadas, como la concesión de licencias ambientales. En la actualidad, los proyectos hidroeléctricos, de carreteras y ferroviarios suelen conocerse cuando ya están aprobados por los gobiernos. Además, el Acuerdo señala que la información debe llegar a los interesados en idiomas y formatos que faciliten su comprensión.
«Con una información pública garantizada sobre las actividades económicas y ya en las primeras fases de las obras de infraestructura, se reducirán los conflictos y los daños socioambientales. Así, Brasil puede alinearse con otros países que ya han adoptado procesos más participativos para la definición de proyectos de desarrollo económico, como el Reino Unido y Estados Unidos», destaca Rubens Born, de la Fundación Grupo Esquel Brasil.
La medida tendrá efectos positivos sobre todo en la Amazonia, donde falta mayor transparencia ambiental. Un Análisis del Instituto Centro de Vida reveló que sigue siendo difícil probar la legalidad de la agricultura y otras actividades económicas debido a la poca transparencia de los organismos públicos federales y estatales en la región.
Según el Acuerdo, los ciudadanos también deben ser informados de la manera en que fue tenida en cuenta su opinión por parte de los gobiernos y los empresarios en las audiencias públicas sobre proyectos como los de infraestructura. Además, las organizaciones privadas que reciban o realicen proyectos con fondos o beneficios públicos también tendrán que brindar la información a los brasileños.
«El Acuerdo aporta criterios muy interesantes, como la idoneidad, la necesidad y la proporcionalidad, para justificar y reducir los márgenes de interpretación en las decisiones administrativas sobre el acceso a la información pública», explica la fiscal Silvia Cappelli, del Ministerio Público de Rio Grande do Sul y miembro del Instituto de Derecho por un Planeta Verde, una ONG que reúne a investigadores y especialistas dedicados a mejorar la legislación social y medioambiental del país.
«Otra directriz prohíbe los retrocesos y fomenta la mejora continua de la legislación socioambiental. Para ello, los países no necesitan igualar la legislación, sino actuar sobre la base del espíritu y los contenidos del Acuerdo, que en muchos casos nos remiten al cumplimiento efectivo de la legislación nacional ya existente», explica Carlos de Miguel, de la CEPAL.
Con tantas promesas positivas, el camino hacia la ratificación de Escazú debe enfrentar la resistencia de sectores conservadores cuyos beneficios crecen con el irrespeto y el desmantelamiento de la legislación. Pero al igual que otros acuerdos internacionales, este será un instrumento de presión política para que América Latina y el Caribe tengan un entorno cada vez más seguro para los defensores del medio ambiente.
Este reportaje hace parte de Tierra de Resistentes, proyecto coordinado por Consejo de Redacción com la financiación de Ambiente & Sociedad.