Cada vez hay evidencias más contundentes de la conexión entre el bosque del Amazonas con el suministro de agua de Bogotá y sus municipios aledaños. Le explicamos por qué talar un árbol en el sur del país tiene mucho que ver con su ducha en la capital.
Hace cerca de medio siglo, James Lovelock formuló una teoría que, desde entonces, ha sido muy popular: la hipótesis Gaia. El científico inglés planteó que la Tierra está conectada como un solo organismo vivo, es decir, que sus sistemas están interconectados, Para Lovelock, algo que sucede en una zona del planeta, puede repercutir a kilómetros de distancia. Un ejemplo cercano para entender esa idea es la conexión que existe entre la Amazonia y el agua que toman los bogotanos.
Para utilizar las palabras de Alejandra Cifuentes, hoy hay un vínculo claro entre estos dos puntos: la deforestación de la Amazonia es una variable que hay que tener presente a la hora de evaluar la disponibilidad hídrica de Bogotá y de los municipios aledaños. También los efectos del cambio climático y las temperaturas extremas.
Cifuentes es estudiante de Doctorado en Planificación Territorial y Sustentabilidad en la Universidad Católica de Temuco (Chile) y miembro del Consejo Directivo del Colectivo de la Sociedad Civil, Voces 2030 Colombia. Hace un tiempo publicó un artículo en la Revista Colombia Amazónica, del Instituto Sinchi, donde analizaba cómo influían esas variables en la formación de unos sistemas que mencionaron con frecuencia en el encuentro Proteger la Integridad de la Amazonía que se realizó hace poco en Leticia (en paralelo a la precumbre de Brasil): los llamados “ríos voladores”.
Para esta investigadora, tanto la tala en la Amazonía como el cambio climático inciden en esos sistemas y tienen un impacto en la oferta de agua de la capital de Colombia. Para entender por qué, primero hay que comprender qué es un “río volador” y por qué se ha vuelto un término tan popular entre la comunidad científica.
En términos simples, se trata de flujos masivos de agua en forma de vapor que se originan en el océano Atlántico y convergen con la humedad y la evapotranspiración de la selva amazónica antes de “viajar” hacia el norte. Pueden tener hasta 15 kilómetros de altura.
Cuando llegan a los Andes y chocan con las cordilleras, se enfrían y se condensan, y así es como se forman las lluvias que se esparcen por el continente. En el caso de Bogotá, alimentan los páramos Chingaza y Sumapaz, ubicados al noreste y el sur de la capital, respectivamente; el primero aporta alrededor del 80 % del agua a la ciudad y, en el caso del segundo, el 60 % de las lluvias anuales provienen de los ríos voladores amazónicos. Este gráfico muestra mejor el proceso.
En términos de Juan Pablo Ruiz Soto, profesor de Economía en la Universidad Externado, “el agua no nace en Chingaza, sino que llega a Chingaza, proveniente mayoritariamente de la cuenca amazónica”, por lo que, “si desaparece el bosque amazónico o se altera el ciclo del agua, ciudades como Bogotá y Quito, entre otras, tendrán un alto riesgo de quedarse sin agua”, pues la desaparición del bosque “va a cambiar el ciclo hidrológico y, por tanto, la llegada de agua al páramo”.
“El páramo es un regulador de la calidad del agua, pero no de la cantidad, la cantidad está asociada a la precipitación”, agrega Ruiz.
De hecho, un artículo publicado en Climate Dynamics (2020), evidencia que mientras aumentan las zonas deforestadas en la Amazonia, hay cambios en el transporte de vapor de agua sobre el resto de Sudamérica, pues el flujo hacia el norte (como lo mostraba el gráfico) se debilita, por lo que se afectan los ciclos hidrológicos o de humedad en Colombia, Perú, Ecuador y Bolivia. El estudio también encontró que la deforestación en la Amazonia reduce hasta en un 1.8 % las lluvias anuales.
De la Amazonia a los páramos
Según el Plan de Acción Climática (PAC) de la ciudad, citado en el artículo de Cifuentes, entre 2011 y 2040 habrá un aumento del 35 % en lluvias al occidente de la ciudad, y en los Cerros Orientales y el sur de la localidad Sumapaz el descenso de lluvias alcanzará el 15 %.
Además, estimaciones del Ideam indican un aumento de precipitaciones extremas en Cundinamarca del 30 % al 40 % en 50 años, mientras que al oriente las disminuciones serían entre 20 % a 50 %. Por lo que, por un lado, podrían aumentar las inundaciones y, por el otro, disminuiría el abastecimiento de agua, pues disminuirían las precipitaciones en las zonas circundantes a los páramos. Según el Ideam, en Cundinamarca serán más vulnerables frente a escasez hídrica municipios como Facatativá, Fómeque, Subachoque, Guachetá, Fúquene, Tausa, Cáqueza y los embalses Chivor y Guavio.
¿Cuáles son los riesgos en Bogotá? Cifuentes explica que el nivel de riesgo en Bogotá frente a las transformaciones de las precipitaciones está asociado también con la cantidad de población que se abastece. “Los cerca de 12 millones de habitantes de Bogotá y la región circundante, -cifra que viene en aumento dadas las migraciones desde otras zonas del país-, aumenta la presión sobre la disponibilidad hídrica, lo cual, sumado a los efectos del cambio climático, hace que aspectos como la seguridad alimentaria e hídrica sean cada vez más críticos”.
De acuerdo con Cifuentes, esto está relacionado con un bajo nivel de adaptación al cambio climático y una sensibilidad alta de los ecosistemas, especialmente en el caso de los humedales; así como la infraestructura y los grandes segmentos de población, algo que se evidencia en que la ciudad esté expuesta a deslizamientos, inundaciones, movimientos en masa, avenidas torrenciales e islas de calor urbanas. Según los últimos datos (2018) del visor de la Secretaría de Ambiente, las localidades más afectadas por islas de calor son Bosa, Tunjuelito y Rafael Uribe Uribe.
La adaptación es otro punto crucial. Cifuentes comenta que las inundaciones son “una de las amenazas climáticas más apremiantes de la ciudad; dado el aumento en el nivel de lluvias en algunas zonas, sumado al mal estado del sistema de drenaje de la ciudad, que en muchos casos está asociado con la acumulación de residuos sólidos que tapan los desagües”.
Los humedales tampoco se pueden dejar de lado en esta discusión, pues funcionan como una suerte de “esponjas” que retienen el agua, al verse afectadas por las construcciones y la inadecuada disposición de residuos, “pierden su capacidad para retener el agua”, agrega Cifuentes, lo que también incide en el aumento de las inundaciones.
En el caso de fuertes precipitaciones y su aumento en las próximas décadas, “las viviendas podrían caer y no hay servicios básicos para esta población porque son barrios subnormales o en proceso de legalización, entonces la comunidad que está asentada allí es más sensible a verse afectada por los efectos del cambio climático”, explica la investigadora.
Según los resultados de la Tercera Comunicación Nacional de Cambio Climático, que es el reporte con el que Colombia informa sus avances frente a la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (CMNUCC), en el que se incluye la información base sobre emisiones de GEI y riesgo climático, Bogotá es la segunda ciudad del país con mayor riesgo, después de San Andrés.
¿Cómo proteger este enorme sistema?
Para Cifuentes, a las condiciones de infraestructura en la capital, se suma “la confluencia de varias autoridades ambientales, lo cual, a nivel de articulación de política pública, dificulta la toma de decisiones”. A lo que se refiere es a que es difícil poner de acuerdo a todas las autoridades ambientales que existen desde el Amazonas hasta Bogotá.
Frente a esto, lo que plantea en la investigación es que es necesario unir esfuerzos para realizar estudios sobre “los procesos atmosféricos y físicos de los cuales depende la disponibilidad hídrica en el Páramo de Sumapaz y Chingaza”, y con, base en esos estudios, generar acuerdos entre autoridades ambientales y corporaciones autónomas regionales para lograr una gestión integrada del agua que exceda los límites administrativos.
Si bien el Acueducto de Bogotá ha adelantado análisis al respecto, para la investigadora es crucial la participación y articulación de las autoridades ambientales y de todos los actores que confluyen en la Región Hídrica de Bogotá, conformada por el Distrito Capital y 45 municipios de Cundinamarca situados sobre la cuenca del río Bogotá.
“Una alternativa es revisar, desde el orden nacional, la destinación de recursos para aumentar los esfuerzos para la conservación y reforestación de la Amazonia, que supere los límites político-administrativos y tenga en cuenta las dinámicas biofísicas del bosque amazónico con otros ecosistemas ubicados a kilómetros de distancia, por ejemplo”, señala Cifuentes.
Por su parte, Ruiz añade que también hay que tener en cuenta a los pobladores de la Amazonia que adelanten acciones de conservación, con “un pago de servicio ambiental para que reciban una compensación por la gestión de conservación del bosque, como ecosistema estratégico, regulador del clima y regulador del ciclo hidrológico”.
*Este artículo es publicado gracias a una alianza entre El Espectador e InfoAmazonia, con el apoyo de Amazon Conservation Team.