Biólogos y farmacólogos realizan una cartilla con los usos de doce plantas tradicionales amazónicas que los indígenas cultivan, en un intento por recuperar prácticas de cultivo propias en riesgo de desaparecer.
Los primeros pobladores de la comunidad Ziora Amena, en el kilómetro 7 Leticia (Amazonas), llegaron de otros rincones de la selva escapando de las caucherías. En ese entonces vivían tres familias. Hoy, casi cien años después, son unas 37 que pertenecen a los pueblos ticuna, cocama, huitoto y bora y viven en aproximadamente 80 hectáreas que limitan el parque ecológico Mundo Amazónico. Muy cerca corren la quebrada Yahuarcaca y la Tacana.
La comunidad está cerca de la vía que conduce de Leticia a Tarapacá, el camino más corto para llegar desde algunos caseríos de Brasil hacia Leticia y Tabatinga, y por eso cada vez hay más paso de personas. Giovanny Garavito, farmacólogo de la Universidad Nacional de Colombia, sede Bogotá, y Pablo Palacios, biólogo de la misma universidad, sede Leticia, frecuentan ese resguardo desde hace 17 y veinte años, respectivamente, para hacer investigaciones que unen el conocimiento tradicional y el método científico convencional.
Durante estas dos últimas décadas, junto al abuelo Hitoma Safiama, el sabedor, han clasificado las especies de plantas de la comunidad, las que crecen en las chagras o cultivos, y han recopilado guías para construir una dieta balanceada sin necesidad de consumir alimentos ajenos a las culturas amazónicas. Tal vez la investigación más interesante ha sido sobre las propiedades antimaláricas de la Curarea toxicofera, una de las plantas que se usan para preparar el veneno para cacería conocido como curare.
En una de esas visitas, en 2003, el abuelo Safiama les dijo: “Muchos llegan y se van, y nosotros ni nos enteramos de qué pasó, si sirvió o no. Muchos han logrado cosas y ni nos cuentan”. A Garavito le quedó retumbando la frase, sobre todo porque, además de que la investigación no suele volver a las comunidades, la mayoría de los jóvenes están perdiendo interés en el conocimiento tradicional. Como dijo el abuelo, muchos se está yendo: aunque más de la mitad de la población tiene menos de 19 años, la mayoría de las chagras son manejadas por mayores de 50 años. Que si poner el maní en el centro del cultivo junto a la coca, que si poner los palos de frutas más cerca del agua, cerca de la sombra de las palmas de canangucha… todo está en riesgo de desaparecer si no hay jóvenes que lo aprendan o alguien que lo registre.
Por eso, el grupo de investigación Farmacología de la Medicina Tradicional y Popular (Fametra), de la Universidad Nacional de Colombia, del que Garavito y Palacios hacen parte, junto con empresarios turísticos de la zona y trece personas de la comunidad, realizó una investigación para documentar exactamente qué especies cultivan en las chagras y seleccionar las doce que puedan venderse mejor o que puedan tener usos farmacéuticos, cosméticos o para la industria de los alimentos.
“El suelo amazónico es pobre porque la capa de tierra negra es muy delgada y depende de un intercambio constante de nutrientes y del tiempo de recuperación de la tierra, por eso los cultivos son rotativos. Ya se han hecho muchos experimentos de agricultura extensiva en la zona y no han dado resultados. De hecho, el Parque Ecológico Mundo Amazónico era antes una finca. Querían hacer ganadería y eso se erosionó rápido; hoy en día se ha reforestado, recuperando la flora local. Pero en la Amazonia hubo ciudades de miles de habitantes antes de la conquista, ¿cómo alimentaban a toda esa gente? Mediante el conocimiento tradicional de la chagra. Aquí hay un conocimiento nada despreciable y sería una lástima que se llegue a perder”, explica el profesor Garavito.
Junto con los abuelos recorrieron las chagras y encontraron 38 especies distintas, como camu camu, limoncillo, asaí, carambola, coca, piña, ají, stevia, makambo y chontaduro. Las doce más importantes incluyen el bejuco del sacha inchi, el macambo, el copoazú, mucura, sacha ajo, la uva caimarona, canangucho, umari, guamas, huitos, asaí y jidoro. Esta última sirve para hacer tatuajes ceremoniales.
Como el jidoro, esa docena de especies tiene algún posible uso, y los usos tradicionales, usos terapéuticos aceptados, posología, modo de empleo, toxicología e interacción con medicamentos y sus principales constituyentes están incluidos en una cartilla que se está redactando para la comunidad. El farmacólogo señala que quiere hacerle justicia al reclamo del anciano sabedor. “El parque trae distintos turistas y se quiere que ellos puedan usar la cartilla para vender los productos de la chagra, o una vez procesados. La cartilla es una manera de devolverles el conocimiento y revivir el interés de los jóvenes por la chagra”.
De esa docena, el sacha inchi puede ser la especie más estudiada. “En Perú es muy conocida porque tiene omega 3, 6 y 9. Acá en las chagras es casi maleza robusta para que las plagas no se coman los frutos, pero en realidad el aceite de sacha puede ser alternativa para suplementos como el aceite de pescado, que también tiene omega 3, y además es seguro para el consumo humano”, dice Garavito.
No todas están tan estudiadas como este bejuco. La revisión bibliográfica que hicieron los investigadores para la realización de la ficha de cada especie no siempre arroja resultados. “Hay tantos colores, sabores y usos desconocidos en la Amazonia de Colombia. Te pongo el ejemplo del huito. El conocimiento tradicional muestra que puede ser inofensivo para usar como tinte de piel, porque los indígenas así lo usan hace años. Debemos validar a través del método científico su seguridad y posible uso en cosméticos o alimentos. Los indígenas y su conocimiento tradicional ya saben esto, lo que pasa es que la ciencia occidental debe tomar su propio camino, y así funciona el método científico. Está bien encontrar coincidencias entre ambas formas de conocimiento”, dice Garavito.
El macambo, por ejemplo, ha sido descrito como bebida refrescante, tiene propiedades antioxidantes y contiene teobromina —de propiedades diuréticas—, además de trazas de cafeína. Garavito recuerda que le costó hacer entender en su mundo, el de la farmacología convencional, que el conocimiento tradicional también es una fuente de sustancias o extractos estandarizados útiles para la salud. “Colombia no le invierte a esto. Con un solo abuelo uno podría quedarse toda una vida aprendiendo, porque son diversas las especies y sus conocimientos se actualizan con nuevas observaciones y experimentaciones e intercambio con otros sabedores. Todos los días decimos que somos el país más biodiverso, pero casi nadie sabe qué implica esto cuando lo dice. Y un dato: en los últimos 20 años, nuestro país ha invertido la mayor parte del presupuesto para investigación en nuevas tecnologías de biotecnología de punta, pero para investigar sobre enfermedades en los países desarrollados, adquiriendo las tecnologías propias de esos países y compitiendo en la investigación de enfermedades a las que ellos dedican grandes recursos. Acá el dengue, la enfermedad de Chagas, la fiebre amarilla y la malaria afectan gravemente a nuestras poblaciones. Tal vez la manera de combatirlos ya existe, y la clave está en las tradiciones de la gente”. La cartilla tiene una aplicación práctica fuera del turismo: proteger el conocimiento tradicional de la comunidad de los vivos que intentan apropiárselo.
Algunas de las plantas incluidas en la cartilla, como el huito, tienen usos que pueden ser interesantes para la industria cosmética, pues es una tintura duradera y los años de uso demuestran que es segura a primera vista. Según Garavito, desarrollar un medicamento o un compuesto farmacológico puede tardar entre quince y veinte años, y para que una planta sea un medicamento o un compuesto atractivo para alguna industria se necesita tener una patente, algo así como un derecho de explotación exclusiva que se concede por veinte años.
“El conocimiento tradicional en América es un bien intangible, porque hace parte de las comunidades y se transmite por tradición oral, de padres a hijos. Eso lo hace débil en comparación con otros conocimientos tradicionales, como el chino, donde hay tradición escrita. Al ser intangible es difícil protegerlo en el escenario de que alguien quiera patentar un bien derivado de ese conocimiento, como pasó con el yagé en algún momento. Para reconocer el conocimiento y volverlo tangible lo documentamos en tesis o publicaciones, y en estas últimas uno de los abuelos aparece como autor, en representación de la comunidad”, explica Garavito. De esta manera, si alguien quisiera patentar una planta para desarrollar un fármaco, un cosmético o un tinte para alimentos, deberá reconocerles regalías a las y los titulares del conocimiento, es decir, los pueblos indígenas. La cartilla, por ahora, está en revisión por parte de la comunidad.
Foto: Harrison Calderón/Unimedios Amazonas