Miles de empresas acceden a bases de datos donde se encuentra la información genética de millones de plantas y animales. Con esta información, han logrado producir nuevos productos, que les han permitido obtener multimillonarias ganancias, a las cuales no suelen acceder ni los pueblos indígenas ni las comunidades locales. Ayer, en la COP16 empezó esa discusión, que busca una repartición más justa de esos beneficios. Será uno de los debates más intensos.
Hace unos años, la investigadora estadounidense Alexandra Reep visitaba pueblos indígenas y comunidades locales de Colombia como parte de un estudio que adelantaba para la Alianza Internacional Bioversity – CIAT. En una comunidad del Pacífico, Reep notó que los lugareños escondían las plantas que usaban con fines medicinales. Al consultarles el motivo de este comportamiento, le contestaron que varios de los “ecoturistas” que visitan la región habían sido detenidos con mochilas llenas de tortugas vivas y partes del tallo de varias plantas endémicas. Si bien a los habitantes de la región les preocupaba el robo de su fauna y flora, les inquietaba más el objetivo que perseguían los ladrones: extraer el ADN de las especies para, después, subir esa información a bases de datos públicas.
¿Por qué estos “ecoturistas” están interesados en el ADN y la información genética de animales o plantas? La respuesta a esta pregunta la da la científica española Isabel López Noriega, quien hace parte del CGIAR, un consorcio de centros de investigación agrícolas a nivel mundial: “las secuencias de ADN, el libro de instrucciones de ese ser vivo, son únicas de un organismo a otro. Estas secuencias permiten, por ejemplo, saber por qué un cultivo responde de mejor manera a condiciones de sequía que otros”. Esta información, dice López, tiene un altísimo valor económico porque permite el desarrollo de productos como medicamentos, vacunas, así como nuevas variedades de animales y plantas, “que son productos tienen mucho valor en el mercado”.
Las industrias no son las únicas interesadas en acceder a esta información. Los centros de investigación, como en el que trabaja López, también buscan obtener las secuencias genéticas digitales (DSI, por sus siglas en inglés) de plantas y animales (una parte de la biodiversidad que solemos pasar por alto), aunque su objetivo es la cooperación científica. El problema, como reconoce la científica, es que todo el dinero que se está generando a partir del acceso a esta información (que se suele encontrar en bases de datos públicas), está dejando por fuera a unos actores claves: los pueblos indígenas y las comunidades locales (como las que visitó Reep durante su investigación) y que han conservado por siglos los ecosistemas y su biodiversidad.
¿Cómo hacer para que estas comunidades también obtengan beneficios de la utilización de estas secuencias genéticas digitales?, es una de las preguntas que espera encontrar respuestas durante la COP16 de biodiversidad que se adelanta por estos días en Cali. De allí, se espera que los 196 países que hacen parte del Convenio sobre la Diversidad Biológica (CDB), acuerden las condiciones que tendrá un mecanismo multilateral que permita, precisamente, la repartición justa de los beneficios que se obtienen de los DSI. Justamente este martes, las discusiones alrededor de este tema arrancaron en la Zona Azul, que reúne a los negociadores de las delegaciones.
Pero, antes de abordar las expectativas que hay al respecto, es necesario desenredar el asunto.
Los genes ahora están en las bases de datos
Gran parte de las medicinas que se consumen hoy en el mundo tienen su origen, o parte de este, en las plantas. Quizás uno de los mejores ejemplos para entender esta relación es el de la morfina, el potente analgésico que se utiliza para aliviar intensos dolores. Este opiáceo proviene de la amapola, una planta que se ha cultivado por más de 7.000 años. Fue hasta inicios de 1800 que el farmacéutico alemán Friedrich Sertürner logró aislar el alcaloide que está en mayor porcentaje del opio, al que llamó morfina, en honor al dios griego de los sueños, Morfeo, por sus ya conocidas propiedades. Para lograr este avance científico, Sertürner tuvo que acceder a la planta de la amapola.
La cuestión, como explica Jimena Nieto, exnegociadora de Colombia en las cumbres de cambio climático y biodiversidad, es que desde hace varias décadas los científicos ya no necesitan “ir hasta la selva” para acceder a los organismos. A diferencia de Sertürner (y miles de científicos más), los investigadores ahora pueden encontrar la información genética —los DSI— en bases de datos que suelen ser abiertas.
Hace más de una década, bajo el Protocolo de Nagoya, los países que hacen parte del CDB establecieron una serie de medidas en relación con el acceso a los recursos genéticos y la repartición justa de los beneficios que estos generaban. Sin embargo, dicen López y Nieto, las secuencias genéticas digitales (o DSI) no quedaron arropadas bajo el Protocolo, que entró en vigor en octubre de 2014, por lo que rápidamente quedó obsoleto.
Por fuera del Protocolo de Nagoya, el acceso a estos recursos digitalizados ha permitido que las industrias de alimentos, cosméticos, entre otras, generen nuevos productos, con millonarios réditos, pero sin repartir esos beneficios económicos que obtienen. De igual manera, cientos de centros de investigación alrededor del mundo, como el de López, trabajan a diario con estas secuencias para, entre otras cosas, mejorar las propiedades de algunos cultivos claves para la alimentación mundial.
En la COP15 de biodiversidad, celebrada hace dos años en Montreal, los países no solo lograron ponerse de acuerdo con las 23 metas que buscan detener y revertir la pérdida de biodiversidad para 2030, sino que también acordaron establecer una serie de normas sobre el reparto de beneficios que se obtienen a partir de los DSI. Aunque este es un avance histórico, como lo reconocen científicas como López, de la Alianza, y María Hersilia Bonilla, Jefe del Departamento de Propiedad Intelectual de Agrosavia, todavía quedan varios retos para ver materializado ese mecanismo.
El asunto genera tal nivel de debate, señala la científica española, que ni siquiera existe un consenso al interior de la CDB sobre lo que significa, de manera precisa, la referencia a las secuencias genéticas digitales. Aun así, los delegados de los 196 países que están en Cali, deberán intentar ponerse de acuerdo en las condiciones que buscan establecer. Sobre la mesa hay cuatro opciones, explica Bonilla, al referirse al conjunto de recomendaciones que entregó un grupo de trabajo especial ad hoc que trabajó durante dos años.
Las expectativas en esta COP
A diez días de que concluyan las negociaciones, parece que los negociadores coinciden en un punto, según López y Bonilla: se debe apuntar al establecimiento de un mecanismo multilateral y no por uno bilateral. Para entender mejor este punto, la investigadora de la Alianza explica que “muchas veces entender el origen de la información genética es difícil, no solo porque no hay registros de dónde se obtuvo el recurso original, sino que, de manera más fundamental, a nivel genético las especies son muy similares y es muy difícil decir ‘este gen viene de Colombia’ o ‘este gen viene de España’”. A nivel genético, continúa López, las especies son muy similares: “si bien es posible identificar un gen de una especie se haya colectado en Colombia, ese mismo gen y esa misma característica se puede encontrar en una especie completamente diferente en España”, por lo tanto, apunta, no tiene mucho sentido hablar sobre la soberanía nacional sobre los genes.
A su parecer, los países han entendido este punto y han renunciado a reclamar beneficios a nivel bilateral y reconocen que es mejor un sistema multilateral. Pero aún son varias las preguntas que quedan por resolver: ¿quiénes van a poner el dinero en este sistema multilateral? ¿En qué momento del uso de los DSI se activa el mecanismo? Es decir, quienes paguen, deben hacerlo solo por acceder a una base de datos o cuando el uso de esa información genere beneficios económicos.
Las respuestas a estas preguntas no solo tendrán un impacto en la forma como actualmente se producen miles de productos, sino que también podrían ayudar a cerrar la brecha de financiamiento que existe para los temas de biodiversidad, al tiempo que generan beneficios para los pueblos indígenas y las comunidades locales, custodios de la biodiversidad reconocidos por el Marco Mundial de Biodiversidad de Kunming-Montreal.
Según cálculos realizados por el CDB, los ingresos de las industrias que utilizan DSI podrían ser de unos 1.560 millones de dólares en 2024 y de 2.300 millones de dólares para 2030. Esto, para hacerse una idea, representa aproximadamente el 10 % de los recursos que se deben movilizar anualmente para cumplir con las metas que se establecieron hace dos años. Sin embargo, este monto es meramente especulativo, pues podría variar drásticamente dependiendo de las condiciones que termine teniendo el mecanismo multilateral.
Al margen de la repartición de los beneficios económicos, López y Bonilla creen que hay un punto que se está dejando de lado y que, incluso, sería más importante que el acceso a los recursos financieros. “Más relevante todavía sería resolver quién tiene la obligación de compartir beneficios no monetarios”, opina la científica española.
A lo que se refiere es a los centros de investigación (como los que integran el CGIAR) y que tienen grandes capacidades tecnológicas y de análisis de datos, pero no están compartiendo esa información. “No es cuestión solo de compartir los beneficios que derivan de la comercialización de un nuevo producto, sino también todos esos recursos que se están desarrollando y mejorando para poder llegar a esos productos”, apunta. En otras palabras, espera que de las discusiones que se estarán adelantando por estos días, los países también logren establecer mecanismos que les permitan generar alianzas entre sus centros de investigación para, por ejemplo, mejorar algunos de sus cultivos. Eso, concluye López, podría generar impactos más significativos en los países en vía de desarrollo que la misma repartición de los recursos económicos.
*Este artículo es publicado gracias a una alianza entre El Espectador e InfoAmazonia, con el apoyo de Amazon Conservation Team.