Los casos de abuso sexual contra niñas indígenas por parte de militares conmovieron -brevemente- al país. Aunque se capturó a los implicados, hay quienes solicitan que sean entregados a la justicia indígena. Aquí algunas reflexiones de voceras indígenas sobre cómo opera su justicia.
Por Helena Calle ([email protected])
Hay una expresión que a veces se escucha en el Guaviare: makusiar. Se refiere a las mujeres del pueblo indígena Nukak Makú y bien podría traducir “irse a buscar mujeres nukaks makús”. La frase (racista y machista) es reflejo de lo que conoció el país la semana pasada, cuando apareció el caso de una niña nukak de 15 años abusada durante cinco días por dos militares en el Batallón de Infantería No. 19 General José Joaquín París, de San José del Guaviare, hasta que pudo escapar. La niña se había alejado de su casa para buscar guayabas.
Una semana antes las Fuerzas Militares reconocieron que siete de sus miembros habían abusado sexualmente de una niña de 12 años del pueblo embera-katío, en el resguardo Gito Dokabú, del municipio de Pueblo Rico (Risaralda). Ahorrémonos los detalles del horror que sufrieron estas niñas y las otras 9.923 menores de edad abusadas sexualmente solo en 2018, según cifras de la Fiscalía.
Mientras las redes sociales se llenaban de indignación, las mujeres -tanto indígenas como mestizas- salieron a protestar frente a los batallones Pichincha (Cali) y el Cantón Norte (Bogotá) cantando: “Y la culpa no era mía, ni de dónde estaba, ni cómo vestía. El violador eres tú”, canción del colectivo artístico de mujeres chilenas Las Tesis que le ha dado la vuelta al mundo.
En medio de la discusión sobre el delito que deberían imputarles y si deberían ser juzgados por la justicia penal militar o la ordinaria, otra propuesta pasó inadvertida: entregar a los agresores a la justicia indígena. La propuesta la hicieron Lejandrina Pastor, consejera de Mujer, Familia y Generación de la Organización Nacional Indígena de Colombia (ONIC) y Aída Quilcué, consejera de derechos humanos, a través de un comunicado.
“Como mujeres emberas e indígenas de muchos pueblos en Colombia también estamos siendo amenazadas en nuestros territorios por hombres armados que son parte de las fuerzas regulares del Estado colombiano y que supuestamente tienen la obligación de cuidar a la población. ¿Qué podemos esperar de un Estado en donde su Ejército comete todo tipo de crímenes contra la gente que tiene que cuidar?”.
Un escenario en donde los militares sean entregados a la justicia indígena es poco probable, sino imposible. Pero a la luz de estos casos cabe preguntarse: ¿qué significa la justicia propia para las mujeres indígenas y cómo se aplica a casos de violencia sexual, si en Colombia hay 115 pueblos indígenas distintos, cada uno con su propio sistema de creencias, costumbres y nociones de justicia?
Roselyn Finscué, coordinadora del Programa de Mujeres del Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC), echa cuentas: solo en el Cauca hay 10 pueblos indígenas con 10 cosmovisiones distintas, y entre ellos, 128 formas de gobierno propio, que se dividen entre cabildos y resguardos. Para su pueblo, el nasa, los delitos que “afuera” pueden concebirse como una infracción allá les llaman “desequilibrios”. “Si hay un asesinato, por ejemplo, no es solo que una persona mató a otra, sino que hay un desequilibrio y unas razones que pueden venir de muchos años atrás, y que dañan no solo al muerto, sino a todo el colectivo. El impacto es entendido en toda la sociedad”.
En cuanto a la violencia sexual, “ningún pueblo ancestralmente desde su cosmovisión legitima la violencia sexual como un acto agradable o aceptable. La relación con los actores armados y las mujeres ha sido muy desgarradora, pero los casos que más se han visibilizado son los que se dan entre familias. Es una realidad, y hay una visión de vergüenza sobre estos actos, y muchas mujeres no denuncian porque es gente de su propia casa, o porque es una persona prestigiosa”, dice Finscué.
Para 2015, según la Corte Constitucional, había 38 indígenas condenados por la justicia indígena en la Cárcel de Popayán y nueve indígenas condenados por la justicia ordinaria. No específica cuántos por violencia sexual pero según Roselly, ninguno. Al año, desde la Coordinación de Mujer se pueden atender unos cinco casos de violencia sexual contra mujeres. Es decir, que tal como “afuera”, en la justicia de la sociedad mayoritaria, hay subregistro.
“Lo que hacemos primero es armonizar y con la ayuda de las mayoras sabedoras devolverle fuerza a la mujer para que pueda hablar, devolverle eso que le quitaron”, explica Rosellyn.
Según Maribel Velasco, del Observatorio de Mujeres Indígenas contra la Violencia, lo que se hace a grandes rasgos es que cada territorio cita una asamblea, se muestran pruebas o testimonios y se decide colectivamente qué hacer con el agresor.
En cuanto a abuso sexual, hay dos tipos de justicia: la aplicación del remedio y la sanción. “El remedio puede ser el fuete, el cepo o el trabajo comunitario forzado, como limpiar carreteras y caminos, y ya si es muy grave, la sanción es el destierro. ¿Y cómo se va? La comunidad decide si se va por “patio prestado” (es decir, le entregan el agresor al Inpec para que lo recluya en alguna instalación del sistema carcelario) o sale del territorio”. La condena, según Maribel y Rosellyn, varía entre los 10 y 25 años.
“Es complejo que autoridades asuman casos de violencia sexual cuando hay armados, porque implica un tema de seguridad y garantías fuertes. Entonces, por violencia sexual no hay ningún armado sancionado por los indígenas”, explica Maribel. Incluso en el pueblo nasa, que tiene la justicia propia más organizada según dirigentes indígenas de Vaupés, Amazonas y Antioquia, no tiene registro de condenas por violencia sexual a miembros de cualquier ejército (Nacional, Farc, Auc, etc.).
La justicia indígena no es ninguna panacea, y tanto como la ordinaria o la militar, camina coja. “En algunos casos se determinan los hechos de violencia sexual se cita a una Asamblea y los familiares del agresor están allí, entonces eso no le garantiza para nada los derechos a uno como mujer”, dice Maribel.Algo distinto sucede con las mujeres nukaks en Guaviare. La situación de su pueblo es muy particular. En 1988, un grupo de abuelas, abuelos y niños salieron al casco urbano de Miraflores (Guaviare) huyendo de actores armados y minas antipersonales en su territorio, entre los ríos Inírida y Guaviare.
En los primeros cinco años de contacto, el 40 % de su población murió a causa de gripes e infecciones para las que su sistema inmune no estaba preparado.
“Unos blancos violaron a mi tía antes, mucho antes, cuando las mujeres todavía andaban desnudas. Las llevaron al pueblo, ellas no lo conocían, era la primera vez. Violaron a dos: una era la hermana de mi papá y la otra, la mujer de Yuyuni, que tenía como 16 años”, dice Kande*, una joven de aproximadamente 22 años que prestó su testimonio para el informe sobre violencia sexual que entregaron las mujeres nukaks este 8 de marzo a la Comisión de la Verdad.
“Para el caso de las mujeres nukaks, al ser un pueblo en contacto inicial aún no tienen un concepto de justicia propia. Ya llevan 30 años viviendo cerca o en los cascos urbanos de Guaviare, pero con la muerte de tantos abuelos en ese contacto inicial por asuntos tan sencillos como la gripe se perdieron muchos conocimientos, incluido ese”, dice Kelly Peña, una bogotana que lleva 10 años en Guaviare y que acompañó la realización de ese informe y a las mujeres nukaks como parte de la Confluencia de las Mujeres para la Acción Pública.
Tal vez lo más interesante de ese informe fue que, por primera vez, las nukaks pusieron sus relatos de abuso sexual en la mesa y de manera colectiva. Muchos son historias similares a los de la niña nukak que el país conoció la semana pasada. “Si hay un caso de violencia así, al agresor le corresponde el destierro o el destierro total, pero casi no se conocen porque hay mucho respeto entre las familias, entonces nadie se entromete en los casos supuestamente “privados”. La gente se organiza más bien secretamente y se saca al agresor de sus espacios, y se suele acudir a la justicia ordinaria, pero en mucho silencio”, comenta Peña.
Se supone que de estas violencias ya sabíamos. Sus testimonios fueron compartidos en el Primer Tribunal Simbólico contra el Patriarcado, en 2018, y la justicia ordinaria conoce casos de violencia sexual contra mujeres nukaks por parte de militares desde 2019. Según la Fiscalía, hay identificados 13 casos de violencia sexual contra mujeres indígenas, y tres involucrarían a militares.“Para poder denunciar les piden hora, fecha exacta de los hechos, cuando muchas mujeres solo hablan su propia lengua, eso es una dificultad”, dice Peña.
Como contó Colombia 2020, ante la violencia sexual las nukaks propusieron que comenzara un proceso de reparación más que de justicia: “Las abuelas describían que las mujeres sufren vejámenes sexuales desde los primeros contactos, y mucho acoso sexual en esa época, y en esta por su desnudez. Solo dicen que no quieren que las violen más. Han visto suceder esto por generaciones. ¿Y cómo hacer eso? Hablar con los hombres (nukaks, colonos, campesinos o militares) sobre los derechos de las mujeres. También exigen una educación que corresponda a su cultura, que primero aprendan su lengua y luego el castellano, que puedan solventarse la vida dignamente, que no continúen violando niñas, ni explotándolas ni dándoles estupefacientes”, dice Peña.
En el caso de la niña embera-katío, el fiscal Francisco Barbosa dijo en una rueda de prensa que había imputado cargos a siete soldados adscritos al Batallón de Alta Montaña en Génova (Quindío) y al Batallón San Mateo (Pereira) por estos hechos: “A estos bandidos que mancharon su uniforme (…) se les imputó el delito de “acceso carnal abusivo con menores de 14 años”. Por este delito podrían recibir entre 16 y 30 años de cárcel. El problema es que sugiere que las niñas consintieron las relaciones (así la ley no reconozca que fue así) en vez de imputarles “acceso carnal violento”, o mejor dicho, violación sexual.
Justamente, tal vez de las discusiones más álgidas que se están gestando dentro de los movimientos de mujeres indígenas, es sobre la edad de consentimiento, o la mayoría de edad. ¿Una niña de 12 o 14 años, sola, puede consentir relaciones sexuales con siete hombres armados y uniformados? Para Maribel Velasco la respuesta es no. Para el caso de las mujeres nasas, esta pelea está viva desde hace por lo menos tres años. “No es posible que una mujer a los 14 o 15 años diga que es adulta. Si me preguntas a mí, creo que una mujer es mayor de edad a los 18, cuando termina sus estudios académicos. Si no puede consentir una relación sexual con siete militares pues tampoco casarse, y esa discusión culturalmente es muy compleja”.
Por ahora, otras indígenas, como las arhuacas, siguen los pasos de otras mujeres y presentarán su propio informe sobre violencia sexual por parte de actores armados a la Comisión de la Verdad la semana que viene.