Recolectando trozos de 400 árboles amazónicos, el biólogo Carlos Rodríguez y 20 coinvestigadores indígenas crearon un sistema para enseñar a los niños (y adultos) la complejidad de la selva.
Por Pablo Correa Torres (@pcorrea78)
En los estantes de las bibliotecas empotradas en los salones de la enorme casa que ocupa la Fundación Tropenbos, en el barrio La Soledad de Bogotá, reposan unas 300 tesis sobre el bosque tropical. Después de casi cuarenta años dedicados a la investigación biológica y el trabajo con comunidades amazónicas, Carlos Rodríguez, su director, ganador del Premio de Ciencias Alejandro Ángel Escobar el año pasado, las observa convencido de la urgencia de encontrar nuevos caminos para divulgar el conocimiento local.
El año pasado, luego de varios meses rumiando ideas al respecto, decidió crear lo que él llama con entusiasmo “El museo de la madera del bosque”. El salón principal de la fundación se convirtió desde entonces en una carpintería con troncos de distintas especies regados por los rincones, virutas de madera sobre las mesas, dibujos y cajas por todas partes.
Antes de cualquier explicación, Carlos les pide a sus visitantes unos breves minutos para jugar.
El juego comienza abriendo una pequeña caja con trocitos de madera finamente cortados que uno debe hacer coincidir con los dibujos de los árboles que delineó uno de los artistas indígenas vinculados a la fundación. ¿Una guamilla? ¿Caimo piedra? ¿Laurel? ¿Carguero? ¿Cuál va con cuál? Para un citadino el juego es frustrante. Los aciertos dependerán principalmente del azar. Para los viejos conocedores indígenas que Carlos se ha encontrado a lo largo de sus travesías por la selva, entre los muinanes, los uitotos, los matapís, nonuyas y cabiyaris, reconocer más de 500 especies de memoria es casi un juego de niños. Les basta un vistazo a las hojas, chequear el color de la madera, a veces un simple olor, para recitar el nombre.
Esa es apenas la entrada al juego. Carlos despliega 12 láminas de una especie amazónica. A lo largo del año cada especie sufre transformaciones dependiendo de las estaciones. ¿Cuándo están en flor? ¿Cuándo caen los frutos? ¿Cuándo pierden hojas? Para subir el grado de dificultad del juego pregunta:
– ¿Cuáles son las especies que se relacionan con este árbol cuando está en flor?
En una cajita con animales tallados en madera se supone que uno debe escoger entre dantas, colibríes, gusanos, micos y aves.
No es tan difícil elegir un mico y dejarlo sobre una lámina. Al menos un acierto.
– ¿Pero quién se relaciona con el tronco, con la parte baja de los árboles, y si el árbol está cerca de la orilla donde interactúa con el mundo de los peces? ¿Quién se come las hojas?
Con las últimas preguntas Carlos ya ha quebrado cualquier ego intelectual. “Cada árbol tiene más de cincuenta relaciones sin contar a los insectos”, explica. Luego viene la gran moraleja de todo esto: “Eso es lo que estamos desapareciendo cuando quemamos o talamos un árbol y en Colombia la tasa de deforestación va por 200.000 hectáreas de bosque cada año”. En cada hectárea de bosque tropical amazónico se calcula que en promedio conviven unas 350 especies botánicas. En el Herbario Amazónico Colombiano que guarda el Instituto Amazónico de Investigaciones Científicas (Sinchi) se han identificado hasta ahora 8.200 especies de plantas de todo tipo.
El trabajo con un equipo de al menos veinte investigadores indígenas ha recolectado muestras de madera de unos 400 árboles, los han fotografiado y dibujado. En una cajita de las más pequeñas caben 25 muestras de maderas. Cuatro de esas cajas forman el primer volumen al que debe tener acceso un estudiante en las escuelas indígenas, según el plan de Carlos. Es decir, al terminar primaria, cada niño debe ser capaz de identificar cien especies y analizar sus relaciones ecológicas. En bachillerato el reto sube a 400 especies, que se guardan en un mueble que parece un libro gigante. Un libro de la selva.
Way Dairon Matapi, de la comunidad Villa Azul, es uno de los investigadores que se involucraron en el proyecto. Con cámara fotográfica al hombro ha vuelto a recorrer la selva al lado de su padre. Su misión ha sido sacar de la memoria del viejo Uldarico Matapi todo lo que pueda. “Los jóvenes hoy se interesan más por la tecnología que por el conocimiento local. Pero participando en esto uno se da cuenta de la importancia de los árboles. No es solo un árbol sino sus relaciones”, dice.
Lograr un diálogo entre los saberes locales y el mundo occidental ha sido una obsesión para Carlos. Por medio de becas de investigación para indígenas, ha logrado crear muchos puentes entre las dos culturas. El año pasado, el libro Piraiba: Ecología ilustrada del gran bagre del Amazonas, que recopiló el trabajo de casi veinte años junto al pescador Luis Ángel y el pintor indígena Confucio Makuritofe, recibió el Premio Alejandro Ángel Escobar en la categoría ambiental. El libro presenta evidencia clara para replantear las nociones sobre las dietas de los grandes bagres del Amazonas. Hace años Carlos logró dirigir y apoyar el trabajo de Abel Rodríguez, un conocedor de la etnia nonuya, en el Medio Caquetá, quien se dedicó a dibujar todo su conocimiento botánico. Un trabajo que recibió el Premio Príncipe Claus de la Corona holandesa.
En este punto, con el apoyo del programa GEF Corazón de la Amazonia y Patrimonio Natural han logrado consolidar una gran colección de referencia y enviado “museos de la madera” a dos escuelas indígenas. Mientras fabrican nuevas muestras y extienden el proyecto a otras comunidades, Carlos sueña con que también sirva para llevarlo a las universidades y que los conocedores indígenas interactúen con estudiantes de otras regiones de Colombia, con profesores e investigadores. “Que esto suba la autoestima frente a su conocimiento y transforme también la participación de los indígenas en las universidades”, dice. Después de jugar con el Museo de la Madera cuesta trabajo pensar en un árbol quemándose en el Amazonas y en toda la complejidad que desaparece cuando lo talan.