Los narcos más pobres de la cadena de tráfico arriesgan incluso a sus propios hijos para entregar droga a las organizaciones criminales.
10 agosto 2023
Por Pamela Huerta, con reportería adicional de Bram Ebus
Jeremías* recuerda claramente un viaje por el río Amazonas, el 20 de julio de 2021, en la triple frontera que comparten Perú, Brasil y Colombia. Se celebraba el Festival de la Confraternidad Amazónica, un evento para festejar la unión de las tres naciones, y él estaba preocupado porque las festividades implicaban un aumento de los controles policiales y militares a lo largo del río. Y él era el tipo de persona que las autoridades estarían buscando.
Pero tenía que ir. Ese día debía transportar un cargamento de pasta base de cocaína que había producido en su finca. Los compradores lo esperaban en la ciudad fronteriza brasileña de Tabatinga, y él no podía faltar.
Entonces tuvo una idea. Si viajaba con su hija de 9 años sería menos probable que levantara sospechas. ¿Qué podía ser más normal que un padre llevando a su hija al festival? Ella siempre estaba lista para la aventura.
“Me dijo: ‘¡Vamos, vamos!’ Ella misma se arriesgaba. Uno, o bien cae o bien llega a su destino. Ese era el tema de ir con ella. Pero tienes que estar sereno”, cuenta Jeremías, sentado en un banco de madera rústica que tiene al ingreso de su casa, en una de las muchas comunidades indígenas de Mariscal Ramón Castilla, una provincia ubicada en el extremo noreste de Perú que limita con Colombia y Brasil.
“Aquí en la ciudad, la Dirandro (la policía antidrogas peruana) casi nos agarra dos veces”, agrega con naturalidad.
La estrategia de Jeremías le salió bien y la suerte le acompañó. Esa fue la primera vez que involucraba a su hija menor en sus viajes de narcotráfico.
Después, ella se convirtió en su compañera y le sirvió de fachada para sus viajes fronterizos.
Como precaución adicional, la niña escondía el dinero de la droga debajo de su ropa camino a casa.
Si la policía sospechaba y Jeremías era requisado, no encontrarían nada.
Él cree que su hija acabará haciéndose cargo del negocio. Es una ideología, dice. Así como él siguió los pasos de su padre, ella seguirá los suyos. Su padre transportaba pasta base de cocaína. Ahora Jeremías la fabrica y su hija lo ayuda evitando sospechas y ocultando el dinero.
“Una vez, cuando regresábamos a casa (después) de dejar los paquetes, tenía que traer más de 100.000 reales (la moneda brasileña) en efectivo”, recuerda.
“Casi todo era para pagar a los ‘raspachos’ (recolectores de coca) y comprar insumos para la siguiente campaña. Ella me ayudó también. Los traía pegados (a su cuerpo). ¿Quién va a decir algo ahí?”, dice y sonríe, aunque es difícil saber si es por nervios o cinismo.
Jeremías y otros como él en Mariscal Ramón Castilla son los primeros eslabones de una cadena de producción de drogas que se extiende desde los campos de coca –la planta cuyas hojas proporcionan el ingrediente activo de la cocaína– hasta los laboratorios clandestinos cercanos, ubicados a lo largo del río Amazonas hasta la triple frontera, y luego, por río o aire, llega a ciudades de la costa atlántica de Brasil y a consumidores en Europa.
Jeremías es un jefe local del narcotráfico. Tiene sus propios cultivos de coca y supervisa los campos en las fincas de otras personas. Coordina el procesamiento de hojas de coca para convertirlas en pasta base de cocaína, que luego será refinada para transformarse en clorhidrato de cocaína. Él y las personas que lo rodean –quienes pasan el día recogiendo hojas de coca en el calor tropical y quienes mezclan las hojas con productos químicos tóxicos para producir la pasta– se encuentran entre los trabajadores peor pagados en la industria de las drogas ilegales.
Además de cultivar coca y fabricar pasta base, Jeremías solía transportar la mercancía a la triple frontera. Luego llegó la tercerización o contratación externa del tráfico de drogas en esta parte de la Amazonía. Ahora, intermediarios de Colombia se encargan de la logística, recogen la droga de las fincas y le ahorran el largo y posiblemente peligroso viaje a Tabatinga.
Jeremías, de treinta y tantos años, es un hombre de familia con porte militar, que rara vez tutea a las personas. No es un hombre de pocas palabras, pero su forma pausada de hablar le da al oyente la sensación de que lo fuera. Si hubiera podido elegir, dice, habría sido soldado porque le gustan las armas.
LA EXPANSIÓN DE LA COCA SUPERA LA ERRADICACIÓN
Mariscal Ramón Castilla ha sido durante mucho tiempo una tierra de indígenas, donde es predominante la presencia de los pueblos Ticuna, Yagua y Bora. Hasta la década de los noventa era solo un punto de tránsito para las drogas que se dirigían a la triple frontera. La fuente del ansiado polvo blanco estaba más hacia el oeste, en las laderas de las montañas de los Andes, muy alejada de la llanura inundable. Las tierras bajas de la Amazonía eran un lugar poco atractivo para actividades agrícolas, pero tenían un enorme potencial estratégico por su ubicación.
Más de 20 años después, 8.613 hectáreas de selva (cerca de 8.600 campos de fútbol) han sido reemplazadas por cultivos de coca destinados al tráfico ilícito de drogas, según la Comisión Nacional para el Desarrollo y la Vida sin Drogas (DEVIDA), entidad encargada de la política antidrogas de Perú.
Área de coca plantada
Aunque Colombia es el mayor productor de coca, Perú tiene más cultivos en la cuenca del Amazonas que cualquier otro país, según un informe de 2023 de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC). Perú se ubica segundo en la producción de cocaína, solo después de Colombia.
Según Carlos Figueroa Henostroza, presidente ejecutivo de DEVIDA, la producción estimada en 2022 fue de
870 TONELADAS, 304 MÁS QUE EN 2020,
cuando se publicó el último informe sobre la producción potencial de cocaína.
Esas cifras contrastan fuertemente con el área de coca eliminada por el Proyecto Especial para el Control y Reducción de Cultivos Ilegales en el Alto Huallaga (CORAH), responsable de erradicar los cultivos de coca en Perú. Según datos oficiales, la última vez que se realizaron operativos para eliminar sembríos ilícitos en Mariscal Ramón Castillo fue en 2019, cuando se erradicaron 7.784 hectáreas de plantas. Ese esfuerzo se centró en Pebas, un distrito de Mariscal Ramón Castillo, río arriba de la triple frontera y a donde solo se puede llegar vía fluvial.
En lo que va del año, funcionarios del gobierno reportan casi 5.000 hectáreas de cultivos ilícitos erradicados, solo en las regiones de Ucayali, Huánuco y San Martín. En diciembre de 2022, el CORAH estableció una base de operaciones en Mariscal Ramón Castillo, lo que generó tanto expectativas como temor entre la población. En junio, sin embargo, la base estaba desocupada. El Ministerio del Interior no respondió a reiteradas consultas para hablar del tema.
Julio César Vela Utor, un general retirado de la Policía Nacional y director ejecutivo de CORAH, afirma que la erradicación depende de una estrategia de múltiples agencias que se enfoca principalmente en áreas donde se garantiza la seguridad del equipo de erradicación y existen posibilidades de desarrollo alternativo para la población.
Sin embargo, a eso se suman las limitaciones presupuestarias que hacen imposible cumplir con los objetivos anuales de eliminación de los cultivos.
Para alcanzar la meta de erradicación anual de CORAH de 25.000 hectáreas e inspeccionar todas las áreas fronterizas remotas y difíciles, la agencia necesitaría entre US$47 millones y US$50 millones al año, dice Vela Utor. Sin embargo, en los últimos tres años, el presupuesto anual de la agencia ha sido apenas la mitad de esos montos.
LOS ESLABONES MÁS POBRES DE LA CADENA DE LAS DROGAS
Jeremías tiene más de una docena de hectáreas (aproximadamente media milla cuadrada) de cultivos de coca propios en Mariscal Ramón Castillo; alquila algunas más, supervisa la cosecha en campos que pertenecen a “amigos” y compra hoja de coca a otros campesinos. Todo es destinado a producir pasta base en su laboratorio. Ese grado de control sobre la producción, lo convierte en un patrón o jefe local de tráfico, título que parece ostentoso para un hombre que ha logrado construir su casa poco a poco durante cuatro años.
En la cadena de producción de la droga, el patrón es la persona que proporciona la pasta base o cocaína a intermediarios, a una fracción del precio que la droga acabará alcanzando en las calles de una ciudad de los Estados Unidos o Europa. Los jefes locales como Jeremías están a merced del mercado, y en el submundo económico, ese mercado no se autorregula. Eso hace que los patrones peruanos y la mano de obra que contratan sean los eslabones más pobres de la cadena del narcotráfico.
Los precios los fijan los compradores, que en la triple frontera suelen pertenecer a la organización criminal que domina el comercio en Tabatinga. Desde 2020, según la policía antidrogas peruana, un grupo conocido como Os Crias, en portugués, o Los Niños, en español, tiene el control en esa región.El surgimiento de Os Crias fue el resultado de una sangrienta disputa por el control territorial de la triple frontera entre el Comando Vermelho (CV), la Família do Norte (FdN) y el Primeiro Comando da Capital (PCC), tres de las principales organizaciones criminales de Brasil. Reacios a compartir el tráfico de drogas en esa zona se debilitaron mutuamente. Los disidentes de los tres grupos se unieron y tomaron el control, dejando de lado sus viejas lealtades y formando una organización criminal que atiende al mejor postor. Por ahora han acaparado el mercado de la droga que llega desde puntos de acopio en la provincia Mariscal Ramón Castilla.
Presencia del crimen organizado y grupos armados
Para construir esta base de datos consultamos fuentes primarias y documentos en todos los municipios fronterizos amazónicos de Brasil, Colombia, Venezuela, Perú, Ecuador y Bolivia.
Uno de esos puntos es Caballococha, la ciudad más grande de Mariscal Ramón Castillo, que tiene algunas calles de tiendas y un puerto inacabado y dominado por una estatua de un caballo blanco. Sentado en la plaza, un domingo por la mañana, Jeremías está impaciente por comenzar la próxima producción. Planea regresar por la tarde a la comunidad donde vive con su familia y donde ha operado su negocio durante los últimos 14 años. Es un viaje de cuatro horas en una embarcación de madera con un pequeño motor. Debe salir rápido para llegar antes del anochecer.
En los últimos meses Jeremías ha diversificado su negocio y no por casualidad. Además de las gaseosas y la cerveza que vendía ahora también vende gasolina, que usa no solo para las embarcaciones a motor, sino para extraer el alcaloide de la hoja de coca y obtener la pasta base, que luego se refina para conseguir cocaína.
Jeremías también tiene un nuevo capataz, un colombiano de 51 años de buen carácter, que dice se fue de su país porque el gobierno no lo dejó cultivar coca en paz. Durante la cosecha trabajará codo a codo con un escuadrón de “raspachines”, o recolectores, a quienes se les pagará entre US$0,21 y US$0,27 por kilo (2,2 libras) de coca recogida. Un productor puede reunir hasta 150 kilos (330 libras) trabajando hasta 15 horas al día. Muchos de ellos tienen las manos tan callosas que ya no sienten dolor con el trabajo.
Carmelo*, de 18 años, comenzó a cosechar coca cuando tenía 16. No terminó la escuela primaria y no tiene expectativas sobre su futuro. No sabe qué le hubiera gustado ser o hacer, y mucho menos es consciente de que aún tiene tiempo para decidir. Lo que sí sabe es cuánto le duelen las ampollas en los dedos, después de recoger tantos sacos de hojas de coca, y lo que se siente al enfermarse por el cansancio o por la picadura de un insecto.
También sabe que podría haber terminado al menos una vez en la cárcel, pero pudo escapar de la policía antidrogas. “Nos hicieron correr, bombardeaban los laboratorios. Yo me escapé. Nos garrotean y nos mandan a Iquitos”, relata anecdóticamente.
El camino hacia el campo de Jeremías es fangoso, con vegetación dispersa porque el bosque ha sido talado para expandir los cultivos ilícitos. Sin cobertura arbórea, la temperatura es infernal. Jeremías luce una camiseta sintética de fútbol, del Boca Juniors, con el número 17 a la espalda, el número del jugador peruano Luis Advíncula. Como la mayoría de los campesinos de la Amazonía, siempre tiene un machete en la mano.
En el recorrido Jeremías señala el laboratorio donde procesa las hojas y lamenta que este año no pueda contratar a un químico para que se encargue de hacer la pasta base. No se refiere necesariamente a un químico profesional, sino a uno que ha aprendido el oficio de forma empírica. Este año, dice, no puede pagar uno porque el aumento en los precios de los fertilizantes ha superado su presupuesto.
NO PREGUNTES, NO CUENTES
Jeremías sabe que la droga que produce terminará en Brasil. Seis meses atrás, él mismo la transportaba con su hija menor. Ahora, los compradores llegan a recogerla a su casa. La mayoría de ellos son colombianos, probablemente financiados por peruanos o brasileños. Mientras le paguen en efectivo, él no hace preguntas. “Una vez también le vendí a un mexicano, pero nunca volvió por acá. Creo que lo mataron”, dice con naturalidad.
Además de Tabatinga, en Brasil, hay otros puntos importantes donde los compradores almacenan drogas, incluidos los pueblos colombianos de Leticia, que colinda con Tabatinga en la triple frontera, y Puerto Nariño, ligeramente río abajo de Caballococha y al otro lado del río Amazonas. En Perú está Santa Rosa, una isla frente a Tabatinga y Leticia, y la comunidad indígena de Bellavista Callarú, ubicada aproximadamente a medio camino entre Caballococha y la frontera.
La ruta de la droga sigue el río Amazonas
Los traficantes almacenan droga en varios puntos de la frontera entre Colombia y Perú, en la ruta de transporte hacia Tabatinga (Brasil).
Bellavista está cada vez más controlada por grupos de narcotraficantes. Es una comunidad a orillas del río Callarú que solo es navegable en temporada de lluvias, y donde el fútbol es la actividad favorita tanto de hombres como de mujeres. Desde la plaza –una zona cubierta de vegetación con algunas escaleras y arcos– hay una vista de espectaculares atardeceres amazónicos, una belleza que contrasta con la imagen de forasteros armados bebiendo cerveza hasta desmayar.
Los extraños que entran en la comunidad son perseguidos y acosados con preguntas intimidatorias. También reina el silencio. El 21 de marzo una joven víctima de explotación sexual fue asesinada y nadie dijo nada, cuenta un habitante que pidió no ser identificado. La gente sabe quién la mató, pero nadie dirá nada porque “eso pasa cuando le juegan chueco al patrón”, dice.
La coca es la única ley. El 15 de junio se transmitió un anuncio por los parlantes de la comunidad en español y en ticuna, idioma indígena local: “Se comunica a todas las personas que desean ir a la ‘raspa’ (recoger coca) de Lucho…”.
Escenas como esta no son inusuales. Tampoco lo es la explotación de menores, según un curaca o líder de una comunidad indígena del lado colombiano del río, quien dice que lo han amenazado debido a sus esfuerzos por alertar a los miembros de la comunidad sobre los riesgos de dejar que los jóvenes vayan a trabajar en los campos de coca en Perú.
Los hombres son llevados a los cultivos y las mujeres a los bares, dice el líder. “No vayas a dejar ir más a las muchachas; las cogen, tienen relaciones con ellas y las rifan”, cuenta que les advierte a los padres que tienen hijas mayores de 11 años. Al curaca también le preocupa el creciente problema del consumo de drogas entre los jóvenes, que, atraídos a recoger coca con ofertas de dinero, a menudo cobran en pasta base de coca, que luego venden en la comunidad.
También es una especialidad entregar la droga puntualmente a los compradores en Tabatinga y Leticia, en la triple frontera, río abajo en el Amazonas.
No se hacen ricos transportando drogas, pero esa área de trabajo les da cierta estabilidad económica.
Los conductores de barcos, conocidos localmente como “merqueros”, son el eslabón logístico en la cadena del narcotráfico, uno de los trabajos más riesgosos.
El conocimiento que los narcotraficantes en Colombia han adquirido a lo largo de los años es muy valorado en Perú, según el coronel Carlos Urquijo Gómez, segundo comandante de la Brigada de Selva No. 26 en Leticia, Colombia.
Mario* es del Meta, Colombia, una zona que durante años fue escenario de conflicto entre guerrilleros y paramilitares. Dice que quien se involucra en este trabajo es porque quiere dinero fácil. Él lo dejó por esa razón, y también por miedo, porque descubrió cómo mataron a su mejor amigo. Antes de la pandemia, transportaba droga de Puerto Nariño a Tabatinga, la primera etapa de una ruta que conduce a la costa atlántica y luego a los mercados internacionales. Contrabandeaba pasta base y siempre llevaba un revólver.
“Yo transportaba la droga entre yuca o plátano; otras veces en bidones de combustible”, dice Mario, mientras observa a un soldado armado que entra a la tienda donde está hablando. Él transportaba cantidades pequeñas, entre 10 y 20 kilogramos (22 a 44 libras), que le podían dejar ganancias de alrededor de US$200, una vez deducidos los costos de viaje. Siempre tuvo miedo, especialmente de la Policía Federal de Brasil. Sin embargo, dice, “el comercio ahí se mueve libremente”.
En Tabatinga, un kilo de pasta base de cocaína puede costar hasta US$1.000 y un kilo de cocaína entre US$2.500 y US$3.000. Todo depende de la calidad del producto, de las condiciones de seguridad y de una serie de factores relacionados con el “aquí y ahora”. Desde Tabatinga, la droga va a Manaus, Brasil, la ciudad más grande de la Amazonía, y el principal punto de acopio de las organizaciones criminales de ese país, que se encargan de la distribución nacional y el envío a los puertos costeros.
Estas dinámicas hacen que el área alrededor de la triple frontera sea extremadamente violenta, con un aumento exponencial de casos de sicariato, tráfico de personas y otras actividades criminales. Las estadísticas de la Policía colombiana muestran un importante aumento de los asesinatos en Leticia, de a 33 en 2022. Con estas cifras se convierte en el segundo municipio con la mayor tasa de homicidios en todo Colombia. El Informe Mundial sobre Drogas en 2023, de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC), continúa mostrando a Brasil como el mayor consumidor de drogas en América del Sur. Los puertos brasileños sobre el Atlántico también son una puerta para exportar cocaína a Europa, Asia oriental y la parte sur de África. En esos mercados, un kilo de cocaína puede costar hasta US$80.000.
OPTIMIZANDO EL NEGOCIO
Jeremías, su capataz y Mario son engranajes pequeños, pero importantes, que mantienen la maquinaria del narcotráfico funcionando sin problemas. Lo mismo ocurre con quienes cultivan las plantas, los trabajadores que trituran las hojas con productos químicos tóxicos para hacer pasta base, los cocineros que preparan comidas para los recolectores de coca, los “mochileros” que transportan cargas pesadas de droga a pie, a través de las fronteras, y los otros jugadores en este negocio perverso e ilegal. En esta parte del Perú, la contratación externa de servicios (tercerización) dificulta descubrir quién está a cargo. Los clanes familiares, capos y carteles de la droga que una vez controlaron toda la cadena se han vuelto obsoletos.
Diego Quintero Martínez, coordinador de seguridad y delitos emergentes de la UNODC, dice que el tráfico ilícito de drogas ha adoptado un modelo de negocios que hace que el delito sea cada vez más difícil de abordar.
Al principio existía una estructura muy lineal, donde la persona que era dueña del cartel controlaba todo el proceso, pero hoy en día vemos que hay subsistemas.
Diego Quintero Martínez, coordinador de seguridad y delitos emergentes de la UNODC
Esto se refleja en los acontecimientos recientes. Cuando la Família do Norte perdió el control en Tabatinga surgieron Os Crias, sus ‘hijos’. Cuando el capo mexicano Joaquín ‘El Chapo’ Guzmán fue capturado, aparecieron los ‘Chapitos’, sus sucesores. La palabra “indispensable” ya no tiene ningún significado en el submundo de las drogas.
El tráfico de drogas tiene una larga historia de adaptación a los cambios socioeconómicos o de poder mantenerse un paso por delante de ellos. Innova constantemente. Esa puede ser una de las razones por las cuales los esfuerzos para erradicarlo son en gran medida infructuosos. En la provincia de Mariscal Ramón Castilla, DEVIDA –la agencia antidrogas de Perú– ha estado trabajando en proyectos de desarrollo alternativos desde 2014. Hasta ahora, sin embargo, los esfuerzos por lograr que los campesinos sustituyan la coca por otros cultivos no han dado frutos.
Jeremías piensa que esos esfuerzos son inútiles porque cultivos como el cacao, del que se hace el chocolate, no son rentables.
“Se intenta”, dice, “pero no hay mercado y el transporte eleva los costos exponencialmente”.
Este hombre sabe que su trabajo respalda un comercio multimillonario del cual solo recibe migajas. Si pudiera ganar la misma cantidad o más haciendo otro trabajo en las tierras bajas amazónicas de Perú, él dice que abandonaría las actividades ilícitas de drogas.
“Pero, así como están las fronteras en Perú, que nos tienen olvidados…”, dice refiriéndose al gobierno. “¡Olvídese!”.
Está pensando en dedicarse a la política en su distrito en el futuro. Dice que le gustaría ayudar a su gente, pero también es la única opción en Mariscal Ramón Castilla que podría igualar o superar sus ingresos como un patrón. Por el momento, sin embargo, no ve muchas opciones: seguirá siendo un jefe de drogas relativamente pobre, como tantos otros en el primer eslabón de la cadena del tráfico.
*Los nombres fueron cambiados por razones de seguridad.
Amazon Underworld es una investigación conjunta de InfoAmazonia (Brasil), Armando.Info (Venezuela) y La Liga Contra el Silencio (Colombia). El trabajo se realiza en colaboración con la Red de Investigaciones de la Selva Tropical del Pulitzer Center y está financiado por la Open Society Foundation y la Oficina de Asuntos Exteriores y del Commonwealth del Reino Unido y por la International Union for Conservation of Nature (IUCN NL).