Por Natalia Pedraza Bravo
El intendente Édison Tarifa está a cargo de la Policía de Infancia y Adolescencia del departamento del Guaviare desde hace tres años. Aunque todos los días tiene que lidiar con casos complejos, recuerda un día de febrero de 2019 en el que recibió una denuncia que lo marcaría para siempre.
Un grupo de ciudadanos reportaba que en una residencia del barrio Minuto de Dios, en San José, había visto entrar a un adulto mayor con dos niñas. Tarifa se dirigió a la dirección reportada y, al llegar, Eliberto Escobar García, un hombre de 75 años, le abrió la puerta.
El hombre estaba sin camisa y aseguraba estar solo en la vivienda. Tarifa le solicitó que le permitiera registrar el lugar y este accedió. Una vez adentro, debajo de una cama y en un rincón de una habitación encontró a dos menores de edad, de unos seis y ocho años, según recuerda. Las dos menores estaban en ropa interior.
La noticia conmocionó a todo San José del Guaviare. Los medios que registraron el hecho hacían énfasis en dos agravantes: las niñas estaban bajo los efectos del bóxer y, además, eran indígenas nukak makú. Aunque todo apunta a que la droga era la manera que usaba Escobar García para acceder a las menores, el problema del consumo de sustancias psicoactivas en las niñas y los niños indígenas parece ir mucho más lejos.
De acuerdo con el Sistema de Vigilancia del Ministerio de Salud y Protección Social (Sivigila), entre enero y agosto de 2021 se han notificado 56 casos de violencia sexual en el municipio de San José del Guaviare. Ilustración de Natalia Pedraza Bravo.
Una crisis de salud mental
Para la antropóloga Claudia Neira, el consumo de drogas en los niños, niñas y adolescentes en las comunidades indígenas presentes en San José del Guaviare es una epidemia.
Aunque la Secretaría de Salud de este departamento solo tiene registro de 13 personas de la comunidad nukak con diagnóstico de trastornos relacionados con el consumo de sustancias psicoactivas, Neira, que lleva más de seis años trabajando con las comunidades indígenas del Guaviare, asegura que más del 60 % de los y las jóvenes consumen algún tipo de drogas y que, además, muy buena parte de los adultos son alcohólicos.
El intendente Tarifa tiene identificados los dos tipos de sustancias que más consumen los menores: los niños más pequeños consumen bóxer y los mayores, marihuana.
Esta redacción tuvo acceso a un documento reservado del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF), con fecha del 20 de marzo de 2019, en el que se presenta un informe de la situación de alta permanencia en calle de las niñas, niños y adolescentes de la etnia jiw, en San José del Guaviare. En él se encuentran recopilados relatos de 61 menores de esta comunidad, en los que ellos mismos cuentan las cosas que viven en su día a día.
Según este documento, los niños relatan que los expendedores caminan “con cajitas en las que venden bombones, papas fritas y psicoactivos como el bóxer”, los menores llevan envases pequeños para que se los llenen de esta sustancia y hacen una aclaración que podría estremecer a cualquiera: “A los menores de siete años no les gusta, pero las hermanas mayores los obligan a consumirlo para que no les pidan alimentos”.
Fragmento del informe del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar sobre la situación de alta permanencia en calle de niñas, niños y adolescentes de la etnia jiw en San José del Guaviare.
El bóxer es un pegante industrial que al ser inhalado de forma constante reduce la actividad del sistema nervioso central. Según el Instituto Nacional Sobre el Abuso de Drogas (NIDA) de los Estados Unidos, consumir este tipo de sustancias de manera abusiva produce falta de apetito, por lo que es común su uso en poblaciones vulnerables.
Para Neira, este consumo está directamente relacionado con una crisis emocional: “Los indígenas del Guaviare no tienen territorio, ya no consiguen alimentos de la selva y en los suelos donde están asentados no se puede sembrar porque es afloramiento rocoso”.
Las dos comunidades que predominan en este problema son los nukak makú y los jiw, también conocidos como guayaberos. Ambos grupos se encuentran en riesgo de extinción, de acuerdo con la Corte Constitucional y, según sus cifras, han sufrido desplazamiento forzado a causa de múltiples factores como el conflicto armado, el acaparamiento de tierras, la deforestación por ganadería, los cultivos ilegales y la siembra de palma de aceite.
Tanto los nukak makú como los jiw se han alimentado tradicionalmente de carne de monte. La deforestación de la selva donde habitan implica la imposibilidad de cazar animales para comer, pues estos terminan migrando a bosques más espesos. Además, los resguardos en los que se encuentran asentados cerca de San José del Guaviare colindan con terrenos de colonos que han ido creciendo y que han tenido conflictos con las comunidades indígenas.
Así lo explica Óscar, el capitán (jefe) del resguardo Barrancón, de la comunidad jiw: “Aunque nosotros tenemos comida como la fariña y el casabe, hoy en día hay varios sitios donde están los colonos y aunque hay lagunas no nos dejan pescar. La gente sale del resguardo para pedir comida”.
Para Diana López Castañeda, antropóloga feminista, este tipo de conflictos se dan porque el control de acceso a los recursos está dado por la territorialidad, “los suelos amazónicos tienen erosión natural y al ser transformados son suelos que se agotan muy rápidamente”.
Y aunque indígenas e investigadoras coinciden en la falta de alimentos que afrontan las comunidades, los colonos tienen una visión distinta. Jorge* es el dueño de una tienda de artesanías que se encuentra en el centro de San José del Guaviare. Aunque cuenta que ha vivido toda la vida en esta ciudad y vende las artesanías que elaboran los nukak y los jiw, asegura que el problema de consumo de sustancias psicoactivas en las comunidades indígenas “no tiene nada que ver con el hambre”.
“Los indígenas tienen terrenos muy grandes, tienen servicios de luz, de acueducto. Y, además, todo el mundo les da comida y ellos la botan o la venden”, dice. Sin embargo, ni el resguardo Barrancón, de los indígenas jiw, ni Agua Bonita, donde habitan los nukak, cuentan con ninguno de estos servicios que Jorge asegura que tienen, pero su relato es evidencia de la relación entre la mayoría de los colonos con esta población: un absoluto desconocimiento de la situación de las comunidades.
No obstante, a pesar de que la mayoría de cosas que piensa Jorge son mentira, la historia de la comida que los indígenas “botan o venden” sí tiene algo de verdad.
Castañeda López explica que toda la atención humanitaria que se les ha dado a comunidades como los nukak y los jiw ha estado pensada desde Bogotá: “Normalmente usan programas que se han aplicado para atender poblaciones en África, nunca piensan desde la territorialidad. Entonces como la FAO considera que los fríjoles son una buena fuente de nutrientes envían mercados con estos alimentos a indígenas que, por sus tradiciones, no tienen idea cómo prepararlos”.
Es por eso que, en ocasiones, cuando los indígenas reciben esas donaciones, las cambian o las venden para poder consumir sus alimentos tradicionales. Óscar, el capitán jiw, cuenta que a su comunidad a veces llegan mercados, pero que son insuficientes. “Nos dan 20 huevos para que una familia de cuatro se mantenga un mes”, dice.
Ecocidio: el origen de los problemas
En los últimos años, la deforestación en el Guaviare no ha parado de aumentar. Según un informe publicado en septiembre de este año por la Fundación para la Conservación y Desarrollo Sostenible (FCDS), en 2020 se presentó el segundo registro más alto de pérdida de bosque primario en la historia de Colombia, con casi 140 000 hectáreas y más de la mitad de esta cifra corresponde al departamento del Guaviare. El 11 % de esas hectáreas hacen parte de zonas protegidas como la Reserva Nacional Natural Nukak, territorio ancestral de los indígenas nukak makú, del cual han sido desplazados incontables veces. Todo esto quiere decir que cada vez hay menos selva de donde estas comunidades puedan asegurar una alimentación para todos sus integrantes.
Esta podría ser una de las razones por las cuales la antropóloga Neira asegura que en los últimos cinco años los jóvenes se han acercado, cada vez más, a los centros poblados. Además, según Eduardo*, un hombre que trabaja con la comunidad jiw desde 2005 y que, aunque no es indígena, habla su lengua, hay un evento que atizó su llegada a San José del Guaviare: en 2014 pavimentaron la vía que llevaba al resguardo Barrancón; “en un camino que uno se demoraba una hora, ahora son solo 15 minutos”, señala.
Es así como el desplazamiento, el hambre y la necesidad han hecho migrar a esta población y, en medio de estas dinámicas, los más jóvenes se han enganchado con drogas como el bóxer, lo cual no solo arriesga su salud física y mental, sino también las costumbres de su comunidad.
Manuel Ramírez, psicólogo bogotano que lleva siete años viviendo en San José del Guaviare, ha sido un testigo cercano de cómo varios niños han estado perdiendo sus vidas en las calles y el consumo: “Luego de varios años de ver lo que estaba pasando y de sentirme impotente ante esta realidad, decidí empezar a hacer algo”, afirma.
Cuando los niños, niñas y adolescentes indígenas son encontrados consumiendo sustancias psicoactivas, la Policía de Infancia y Adolescencia activa una ruta para garantizar que los derechos que han sido vulnerados sean restablecidos.
Primero, los menores son ingresados a urgencias, donde, luego de evaluar su estado de salud, son remitidos a servicio social, y si no es posible contactar a sus padres –que, según cuenta el intendente Tarifa, muchas veces no lo es porque los indígenas no tienen teléfonos celulares, ni una manera fácil de ser contactados–, entonces los niños son remitidos al ICBF.
Una vez se inicia un proceso de restablecimiento de derechos con esta entidad, lo más probable es que el menor termine, al menos por unos días, en una casa con una madre sustituta. Según Lina Rodríguez, subdirectora de Restablecimiento de Derechos encargada del ICBF, estas madres sustitutas están definidas en el Código de Infancia y Adolescencia como una medida transitoria para sacar a los niños, niñas y adolescentes de la situación problemática en que se encuentren.
Aunque es una medida usada a lo largo del territorio nacional, varias de las personas entrevistadas para este reportaje han identificado un problema en este tratamiento de los casos para los niños indígenas: las madres sustitutas son colonas y no hablan su lengua.
Al preguntarle a Lina Rodríguez sobre esta problemática, aseguró que, aunque pocas, sí hay madres sustitutas que son indígenas. Este medio quiso conocer el porcentaje de estas madres en San José del Guaviare, pero el ICBF no le hizo llegar la información. Rodríguez, sin embargo, confirmó que la posibilidad de que un niño o una niña indígena terminen en casa de una madre sustituta que no hable su lengua existe, aunque, según explica, el instituto brinda inducciones y acompañamientos permanentes a estas trabajadoras.
“En los casos en que el estado de la problemática de consumo de los niños sea muy avanzada, necesitan entrar en un proceso de rehabilitación”, explica Claudia Galindo, líder de convivencia social y salud mental de la Secretaría de Salud del Guaviare. Sin embargo, explica, no es una medida fácil de tomar.
Linda*, una niña indígena de la etnia jiw, inhala bóxer debajo del muelle del río Guaviare. Foto de Natalia Pedraza Bravo.
En todo el Guaviare no hay un solo psiquiatra y mucho menos un centro de rehabilitación para el consumo de sustancias psicoactivas. Para que los niños puedan acceder a estos tratamientos deben viajar hasta Villavicencio, a siete horas de San José, y allí se encuentran con otra dificultad: los tratamientos no tienen enfoque diferencial, es decir, no están pensados para población indígena.
Además, cuando salen de rehabilitación no hay un seguimiento a sus casos. Ese es, para el psicólogo Manuel Ramírez, el primer problema que hace que los procesos de rehabilitación no sean exitosos, y él mismo se ha propuesto solucionarlos.
Desde hace unos meses creó la Fundación Armonía Diferencial y por medio de ella espera recibir a los 21 niños y dos jóvenes que están en Villavicencio, en la Clínica Renovar, rehabilitándose. “Ya ha ocurrido antes que los niños vuelven de los procesos de rehabilitación y como terminan regresando al mismo ambiente del que salieron, recaen muy rápido”, explica.
La idea de Manuel es, a diferencia de las entidades estatales que no tienen ningún enfoque diferencial, lograr que los niños sigan conectados a sus culturas y a sus familias mientras refuerzan su tratamiento de rehabilitación. La Secretaría de Salud del Guaviare le contó a este medio que está trabajando de la mano de Armonía Diferencial para que estos procesos sean exitosos.
Las niñas pagan el peor precio
Este reportaje inició con la historia de Eliberto Escobar García, el hombre de 75 años que fue encontrado en flagrancia por el intendente Tarifa y su equipo, abusando de dos niñas indígenas en San José del Guaviare.
Por este delito fue condenado y, mientras pagaba cárcel, en 2020 fue una de las víctimas mortales que dejó el COVID-19 en la cárcel de Villavicencio.
Eliberto Escobar García, conocido como Pintuco. Crédito: Policía del Guaviare.
Escobar García era conocido en San José como Pintuco porque se pintaba el pelo de colores y, aunque sería bueno que fuera un caso aislado, varias de las fuentes entrevistadas para esta historia aseguran que la explotación sexual de niñas indígenas en San José es un secreto a voces.
Una persona que trabaja en el Hospital de San José del Guaviare, que pidió reservar su nombre por motivos de seguridad, ha tenido que recibir muchos de los 534 partos de menores de 18 años que, según la Secretaría de Salud, se han presentado en los últimos cinco años.
En su profesión, al igual que en la del intendente Tarifa, tiene eventos que difícilmente podrá olvidar. Uno de ellos, según cuenta, fue el caso de una niña indígena, no recuerda la etnia, que quedó embarazada a los 10 años. Un pariente la llevó al hospital porque estaba en trabajo de parto.
“Ella no hablaba, pero al preguntarle al familiar por el embarazo, aseguró que soldados norteamericanos que estaban cerca de San José haciendo capacitaciones la habían violado”, cuenta.
La niña no quería tener al bebé, cuando nació ni siquiera lo quería ver. “El niño era precioso. Tenía el color de la piel de la mamá y los ojos clarísimos”, recuerda.
Según cifras de la Secretaría de Salud del Guaviare, en los últimos cinco años se tienen registrados 71 partos en menores de 14 años en el departamento. Ilustración de Natalia Pedraza Bravo.
La antropóloga Claudia Neira ha identificado y registrado casos como este desde hace años; tanto así, que ayudó en la creación del documento de violencias sexuales que las indígenas nukak makú presentaron ante la Comisión de la Verdad en 2018.
“Desde que relocalizaron a los primeros nukak cerca de San José, en 2005, empezaron las primeras denuncias de violencia sexual contra mujeres y niñas de la comunidad —afirma—. Uno de los primeros casos que se denunciaron fue de cinco niñas. Tres del asentamiento de Agua Bonita y uno de una niña que es hija de un nukak, pero que vivía en el resguardo”.
Esos casos están asociados a militares, pues según cuenta Neira, ellos empezaron a acechar el asentamiento de las nukak, sacaron a las niñas diciéndoles que eran novios y accedieron sexualmente a ellas.
“Acá se denuncia mucho cuando están involucrados militares, pero cuando están involucrados campesinos no se denuncia. En ese tiempo, estaban las Farc por acá, ellos eran la justicia”, cuenta Neira.
Aunque se supone que esta guerrilla tenía reglas sobre la violencia sexual y decían que si alguien violaba a una mujer iba a ser asesinado o excluido de la comunidad, para Neira a las indígenas nunca les llegó ni la justicia legal, ni la paralela. Ambas les fallaron.
Pero los casos de violencia y explotación sexual contra niñas indígenas en el Guaviare no solo han estado ligados al conflicto y siguen vigentes, ocurren ante los ojos de entidades estatales y particulares. En esto, el consumo de sustancias psicoactivas cumple un papel primordial.
Odilson, el capitán de la casa indígena de la comunidad jiw, que se encuentra en San José del Guaviare, lo explica así: “Mucha gente dice que hay niñas que están vendiendo sexo por 10 000, por 15 000 y además están en el vicio del bóxer”.
Para Óscar, capitán jiw del Barrancón, también es una realidad evidente: “Hay señoras que están ofreciendo las íntimas de las damas a cambio de bóxer”, dice.
Y para las entidades estatales también está claro. En el documento reservado del Instituto del Bienestar Familiar al que se tuvo acceso hay dos apartados específicos que evidencian el conocimiento de esta situación.
Fragmento del informe del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar sobre la situación de alta permanencia en calle de niñas, niños y adolescentes de la etnia jiw en San José del Guaviare.
En la introducción del informe, donde la entidad caracteriza la comunidad evaluada y sus particularidades, se puede leer: “Debemos tener en cuenta que son niños, niñas, que algunos de ellos se hicieron adolescentes en la calle y que muchas niñas son explotadas sexualmente”.
Además, en otro fragmento del documento se identifica, a partir de los relatos de niños y niñas, los lugares que frecuentan y las personas que les hacen daño, que “al frente del muelle de los pescadores hay una casa y allí van niñas jiw con hombres occidentales”.
Al visitar la zona se puede ver a niñas de esa comunidad, de entre unos ocho y doce años, consumiendo bóxer y caminando por el lugar.
Dos niñas de la etnia jiw se encuentran en el muelle del río Guaviare, lugar donde los menores de edad indígenas asisten para consumir sustancias psicoactivas. Foto de Natalia Pedraza Bravo.
Dentro de las “recomendaciones y sugerencias” que quedaron consignadas en el informe, “se plantea un proyecto en el que tuviese profesionales idóneos en el tema de la adicción en psicoactivos con niños y adolescentes indígenas y que estos estuviesen dotados de tecnología, piscinas, actividades de caza, pesca, siembra y educación con enfoque diferencial”.
Sin embargo, se le preguntó al ICBF si se realizó alguna acción puntual después de este documento, con fecha de 20 de marzo de 2019, y no hubo respuesta.
Por otra parte, se interrogó a trabajadores de las secretarías de Salud Departamental y Municipal si conocían de esta problemática y respondieron afirmativamente.
Sin embargo, explicaron que el consumo de sustancias psicoactivas y la explotación sexual en niños y niñas son asuntos que, al no tener lineamientos diferenciados para población indígena en el ámbito nacional, les resultan muy difíciles de manejar.
Esto porque, según explican, tratar estos hechos en una población nativa representa un mayor grupo de personas que intervengan, como traductores, y un presupuesto mayor que no necesitan al tratar a un no-indígena. “Nosotros trabajamos con los mismos recursos para todos los casos. No recibimos ningún dinero para poder dar un manejo diferencial a la población indígena”, aseguran.
Por su parte, el intendente Tarifa, de la Policía de Infancia y Adolescencia, también reconoció que la explotación sexual de niñas es un problema que tienen identificado y explicó que cursan varias investigaciones al respecto.
Todos estos testimonios dejan en evidencia que la explotación sexual de niñas indígenas en el Guaviare está más que identificada, pero mientras sobran personas y entidades que conocen de la situación, parece que hacen falta acciones determinantes para que la vida de ellas deje de ser un infierno y estas historias queden en el pasado.
*Algunos de los nombres de este artículo han sido cambiados por seguridad de las fuentes.
Esta investigación hace parte del especial periodístico ‘Historias en clave verde. Segunda edición’, realizado en el marco del proyecto de formación y producción ‘CdR/Lab Periodismo en clave verde’ de Consejo de Redacción (CdR), gracias al apoyo de la Deutsche Welle Akademie (DW) y la Agencia de Cooperación Alemana.