Rosa Aranda enfrenta dos enfermedades. Una en su propio cuerpo: fue infectada por la Covid-19. La otra es la contaminación histórica por la industria petrolera, que amenaza su territorio, Piwiri, en la selva amazónica de Ecuador
Por Paola Jinneth Silva
Hace cuatro años, Rosa Aranda Cuji, indígena de la nacionalidad Kichwa del Ecuador, decidió tomar el liderazgo como mujer amazónica resistiéndose a la explotación petrolera en su territorio ancestral. Su dolor más grande, asegura, es que durante treinta años esta actividad que se realiza cerca de la cuenca alta del río Villano ha enfermado a su gente y a su selva.
La líder me cuenta por teléfono que le preocupa su salud porque le ha tomado más tiempo del usual recuperarse. “No he podido descansar, mi trabajo como dirigente es todo el tiempo”, dice. Sabe que tiene Covid-19, su esposo aún presenta secuelas, sus tres hijos ya se recuperaron y su comunidad, en plena selva, también lo padece. Ella, desde la localidad de Piwiri, ubicada en la comuna de Moretecocha (provincia de Pastaza, al oriente del Ecuador) confía que pronto estará mejor y que entonces deberá seguir enfrentando la ‘enfermedad’ más fuerte, la que destruye su selva, y que aduce a la petrolera.
El cuerpo | El territorio
Rosa tiene 40 años. Es una mujer de ojos pequeños y cabello largo y ligero, como los ríos de su tierra. Su pelo es de un color negro azulado característico de las mujeres amazónicas que lo cuidan con wituk, un fruto del que se extrae una tintura que también se usa para pintarse el rostro en momentos especiales. Rosa me cuenta que vive en Piwiri, una comunidad conformada por diecisiete familias que suman setenta personas entre niños, niñas, mujeres y hombres jóvenes y adultos, y es la presidenta de la Asociación Sumak Kawsay integrada por 150 familias de cuatro poblados (Rayayacu, Tarapoto, Kamungui y Piwiri) de nueve que conforman la comuna Moretecocha de la nacionalidad Kichwa.
El trabajo de Rosa es importante porque habita en la puerta de la Amazonía sobre lo que el catastro petrolero denomina como el Bloque 10 (mapa), territorio que comprende un área de 200 mil hectáreas de selva atravesadas por el río Villano, el cual separa a Moretecocha de la parroquia Curaray. Esta comarca se ubica en la parte alta donde desemboca el río Lliquino, que trae, según Rosa, la contaminación del campo de producción petrolero Villano A y B y el oleoducto que saca el crudo hacia el centro de procesamiento de Triunfo Nuevo. El consorcio Arco Oriente-Agip Oil ingresó hace tres décadas al territorio (1988) hasta que en 2019 fue adquirida por Petroandina Resources Corporation del grupo Pluspetrol.
Hoy lo que le preocupa a Rosa es que la empresa ya tiene un pie adentro de Moretecocha con el pozo exploratorio Landayacu y que si se permite su explotación se ampliaría la carretera, la tala de balsas (tipo de madera de la zona), la cacería y el deterioro ambiental de los bosques tropicales que funcionan como sumideros esenciales de carbón. Además, su ingreso significaría una amenaza física y espiritual para las nacionalidades (pueblos) indígenas Kichwa, Shuar, Ashuar, Waorani y Sapara.
Los síntomas | La llegada de la petrolera
“Cuando empezó el virus tuve mucha fiebre, duré tres días y tres noches con mucho calor. Primero me traté con antigripales para cuidar que no me afectara los pulmones”, recuerda Rosa, quien desde su liderazgo le ha exigido a su cuerpo más de lo que puede. Ella explica que la gente le pidió que saliera de su territorio porque, si ella se enfermaba, ¿quién les iba a ayudar?
“El Estado está en las ciudades y no en la selva”, cuenta Rosa.
Por eso una de sus rutinas como defensora ambiental es viajar a Puyo, capital de la provincia de Pastaza (y a veces a Quito, capital del país) para contarle al mundo lo que pasa dentro de su selva.
– “Yo ya no puedo permitir ver tanta contaminación y destrucción de nuestros ríos y enfermedades en mi territorio. Eso me duele”, dice.
Para salir del territorio, Rosa tiene dos posibilidades: una es por avioneta desde Piwiri hasta el aeropuerto Río Amazonas en Shell (un tiquete aéreo cuesta unos 380 dólares, casi un salario mínimo mensual en Ecuador), y la otra es solicitar a una persona de su comunidad que la transporte en la canoa de la Asociación durante cuatro horas por el río Villano hasta Curaray (Rosa debe garantizar el combustible y el aceite para el viaje ida y vuelta, lo que cuesta unos 10 dólares). Ya allí, como termina la carretera hacia la selva, Rosa toma un bus que tarda tres horas hasta Shell, una ciudad a 20 minutos de Puyo. Esto suma otros 15 dólares.
La defensora trabaja en el consejo de gobierno de su comuna Moretecocha como secretaria, aunque se gana la vida como contadora independiente gracias a los estudios profesionales que realizó en 2012 en la Universidad Regional Autónoma de los Andes en Puyo. Su labor como lideresa no es remunerada.
Su comunidad no tiene un servicio de salud estatal permanente, cuenta la líder. Cuando hay una emergencia, sus habitantes tienen que llamar a través de una radio para consultar al doctor del puesto de salud en Curaray. Como no está a favor de la petrolera, Piwiri se encuentra incomunicada porque la antena que la conecta con ese centro pertenece a la empresa. “Nos dicen que está averiada, pero no es real porque la señal para el resto de las comunidades sí está activa”, asegura la líder, quien en reuniones virtuales ha llamado la atención al Ministerio de Salud ecuatoriano por permitir la manipulación de un derecho de su comunidad de esa manera.
Para Rosa, la salud de su selva está intrínsecamente relacionada con la de su gente: al estar asentados en la cuenca del río Villano comen peces contaminados del pozo petrolero y sus chagras (cultivos) tienen plagas. “La papaya ya está casi extinta y la yuca tiene hongos. Eso nosotros no le podemos llamar desarrollo, el sumak kawsay (buen vivir en kichwa) es tener nuestras aguas limpias y nuestros bosques sanos en vez de dinero”, asegura la defensora.
El estudio más reciente de impacto ambiental que se conoce sobre la actividad en el Bloque 10 (en donde el Estado ecuatoriano autorizó la exploración y explotación petrolera) se presentó en 1989. El documento, producido por una Comisión Evaluadora con delegados del Estado y de los pueblos indígenas, ya hablaba de un profundo deterioro de la vegetación por deforestación; presencia de desechos tóxicos descargados directamente en los suelos y el agua; daños en la caza y la pesca, y enfermedades estomacales y en la piel. Según explica Carlos Mazabanda, coordinador de campo en Ecuador de Amazon Watch, organización no gubernamental que apoya a las comunidades del suroriente ecuatoriano “estos impactos se dieron solo en la actividad exploratoria”.
“Nosotros vivimos del río, ahí está nuestra vida y los sembríos (cultivos)”, cuenta Rosa y señala que las infecciones, particularmente en las mujeres, son constantes y que se han presentado casos de cáncer porque tomar agua o bañarse ahí es un riesgo. Hace tres años, la ONG Acción Ecológica acompañó a una brigada de salud con el Centro de Especialización de la Piel y encontró que el 80 por ciento de la población tenía algún tipo de afección. De acuerdo con los relatos de la comunidad, cuando llueve la planta de tratamiento de la empresa petrolera se desborda y los residuos terminan en el río Lliquino, el cual desemboca en los afluentes Lipuno y Villano de donde la comunidad de Rosa requiere el agua para vivir.
Las acusaciones referidas a la contaminación y las enfermedades están bajo investigación de la Defensoría del Pueblo de Ecuador. Su representante en la provincia de Pastaza, Yajaira Curipallo, explica que las denuncias no solo se limitan a la ampliación del Bloque 10, los problemas de contaminación, los derechos de la naturaleza y la consulta previa e informada sino también a la intención de la empresa de dividir a las nacionalidades indígenas ofreciendo prebendas para fragmentar y así debilitar los criterios de protección de la naturaleza. Para octubre de 2020 se espera que la investigación liderada por esta entidad determine si hubo violaciones por parte de la compañía.
La enfermedad | Desarmonía
Ecuador tiene catorce nacionalidades indígenas, poblaciones étnicas originarias organizadas en comunión con el territorio. Rosa hace parte de una de las once nacionalidades que viven en los más de doce millones de hectáreas que conforman la Amazonía ecuatoriana y que el Estado ha dividido en el catastro petrolero (el cual determina qué tierras se pueden ofertar, explorar y explotar). Según datos de Acción Ecológica, de los 71 bloques que hay en el país, 63 están en la Amazonía y, de estos, 32 se encuentran en operación. Esta situación ha ocasionado que las comunidades soliciten acciones de protección de su territorio, como la que la Corte de Justicia de Pastaza otorgó a la nacionalidad Waorani en abril de 2019 cuando el Estado no les consultó antes de dar las concesiones.
Según cuenta Andrés Tapia, dirigente de comunicación de la Confederación de Nacionalidades Indígenas de la Amazonía Ecuatoriana (Confeniae), el caso de Rosa no es único. Ella hace parte de un tejido de líderes y lideresas que funcionan “como un solo cuerpo para impedir la ampliación de la frontera extractivista en la Amazonía”. “Nos preocupa que las empresas petroleras sigan activas en medio de la pandemia irrespetando las medidas de seguridad, además que el gobierno nacional pretenda con esta actividad subsanar la crisis económica en la pospandemia”, explica Tapia y añade que esta situación vulnera nuevamente los derechos de las comunidades y de los dirigentes que han sido criminalizados (con procesos legales por supuestos delitos de terrorismo, sabotaje, ataque y resistencia) por defender la naturaleza.
Para Rosa, todas las problemáticas que existen en el territorio han sido por la actividad petrolera: “Son 30 años en los que lo único que han hecho es crear dependencia en todo el sentido y ahora hay gente que cree que si ellos se van no hay futuro”.
Organizaciones como Acción Ecológica aseguran que trabajar con las comunidades indígenas en la defensa de la selva ha sido un reto. Felipe Bonilla, consultor de esta ONG, dice que históricamente la empresa petrolera Agip Oil fungía libremente el papel del Estado, incidiendo en decisiones sobre la educación y la salud de sus habitantes. Él explica que, esto se asemeja a un chantaje, porque “planteaban beneficios como el promotor de salud, las medicinas, el refrigerio en los colegios a cambio de extraer el petróleo y contaminarles la tierra”. Bonilla, quien acompaña el fortalecimiento de líderes del suroriente de la Amazonía, añade que por esta razón algunas personas están a favor de la empresa y, por lo mismo, “lideresas como Rosa exigen que el Estado asuma la responsabilidad que le corresponde para liberar a la comunidad de esa dependencia”.
La defensora sabe que en la selva también se necesita comer y generar ingresos, pero su propuesta es que se haga de manera limpia. “Sé que tenemos la capacidad de hacer alianzas y pensarnos un desarrollo que no destruya la naturaleza”, dice. Para Mazabanda, de Amazon Watch, sin apoyos económicos, sociales y culturales difícilmente se puede avanzar en la protección de los bosques tropicales y le preocupa que la situación se complique porque estas poblaciones se exponen a una triple amenaza: desastres naturales por el cambio climático (como la crisis humanitaria que se presentó a inicios de este año por las inundaciones causadas por fuertes lluvias), la petrolera y, ahora, la Covid-19.
Aun así, Rosa no pierde la esperanza. Su meta es que su comunidad en dos años se fortalezca para que no le permita a la empresa abrir más pozos: “Tengo muchas ganas de trabajar porque soy indígena y sé la triste realidad de mi gente y si en mis manos está apoyar, gestionar, conversar y exigirle al Estado nuestros derechos, lo haré. Voy a seguir haciéndolo hasta que la vida me alcance”, dice con orgullo y recuerda que a inicios de 2020 la empresa tenía planeado el estudio de impacto ambiental del pozo Landayacu y su comuna no lo permitió argumentando que fue un proceso sin consulta previa.
El remedio | “Dale preparando esta medicina”
“¿Cómo te estás sanando?”, le pregunto a Rosa. Ella me dice que las dos medicinas son importantes: la primera, la occidental, para atacar lo más pronto el virus de la covid-19 y, luego, la medicina propia para que no le queden secuelas en el cuerpo.
De acuerdo con los datos de monitoreo del nuevo coronavirus realizado por la Confeniae, al 13 de septiembre de 2020, la comunidad Kichwa de Pastaza ha presentado 399 casos de contagio y cinco personas fallecidas. Aunque en la comunidad de Rosa a la fecha de escritura de este artículo ninguna persona había muerto, ella igual se mantiene alerta. “Yo llamo a preguntar cómo están las cosas y ellos me contestan de un teléfono satelital, un radio de alta frecuencia que funciona con panel solar. Me manifiestan que la ‘mascarilla’ les hace doler la cabeza y que a los niños y niñas hay que consentirlos para que se tomen los remedios naturales porque las plantas suelen ser amargas”, dice y explica que le han contado que no se pueden aislar porque si alguien se enferma el cuidado es comunitario, entonces mejor se quedan juntos porque si no “de soledad se han de morir”.
Los saberes propios han sido la salvación de su comunidad. Rosa expresa que los mayores y mayoras están guiando a los más jóvenes para preparar las medicinas y que las mujeres con conocimiento de plantas se reúnen para contar qué remedios han funcionado para prepararlos de acuerdo a los síntomas y a cada persona. “Se hacen mingas (trabajo comunitario) para traer, preparar y tomar los remedios propios para que se pueda sobrellevar la enfermedad. También me envían a mí”, cuenta Rosa, quien incluso se anima a verle la cara positiva a esta situación: “Este virus les ha permitido a las comunidades entender que proteger la selva es útil, están valorando el bosque, allí está la medicina y es nuestra vida como comunidad”.
“Yo creo que de esta salgo”, me dice Rosa con un tono optimista cuando estamos terminando la llamada. Me comparte una foto a través de WhatsApp en donde está en cuclillas en una casa de madera con una olla cubierta de diversas plantas que ha ido a recoger con su hijo, a los alrededores de la ciudad de Shell, para que él también aprenda y pueda ayudarle a su padre a hacerse sus baños de vapor. “A mí a veces me duele la espalda, pero espero mejorar para que cuando vuelva a mi comunidad pueda hacer un recorrido por el río Conambo para disfrutarlo como cuando era niña”.
Recuperar(se) y sanar(se) | El territorio y el cuerpo
En 2012, las mujeres empezaron a tomar los liderazgos en la Amazonía y a visibilizar temas que las anteriores dirigencias no habían mencionado como la violencia sexual, la prostitución, el cambio de roles tradicionales de los hombres, el alcoholismo, la violencia intrafamiliar, la corrupción, entre otras problemáticas. Entonces, se consolidó una red de Mujeres Amazónicas que, como Rosa, defienden la naturaleza. Muchas de ellas han recibido amenazas y señalamientos de su misma comunidad, como ha sido el caso de Rosa, porque desaprueban su trabajo como defensoras ambientales y las han señalado de recibir dineros de activistas: “Es una situación horrible. Por fortuna, hablarle a la comunidad en nuestra lengua materna (el Kichwa) ayuda, pero ellos a veces creen que si uno les dice que no se debe permitir el ingreso de la petrolera es porque los estamos atacando. Así que es un trabajo constante, para eso educar y revertir ese pensamiento de depender del dinero es importante”, narra Rosa.
Mazabanda, de Amazon Watch, afirma que “estas mujeres que se han atrevido a hablar de las afectaciones de las petroleras están dejando un camino abierto para que otras se integren a la resistencia y no se expanda la actividad extractiva en la Amazonía ecuatoriana. Rosa Aranda ha estado trabajando fuertemente en eso”, cuenta.
Para la líder, hacer defensa ambiental tiene que pasar por liberar el pensamiento de creer que hay que destruir la naturaleza para vivir, “por eso nosotras estamos exigiéndole al Estado que la educación esté en las comunidades, porque así no nos pueden manipular y la gente puede conocer que hay formas diferentes de vivir”. Convencida de esto, Rosa ha llevado a sus tres hijos a estudiar a la ciudad de Shell para que puedan terminar el bachillerato ya que en su comunidad no hay colegio.
Este artículo hace parte de la serie periodística #DefenderSinMiedo: historias de lucha de mujeres y hombres defensores ambientales en tiempos de pandemia. Este es un proyecto del medio independiente Agenda Propia coordinado con veinte periodistas, editores y medios aliados de América Latina. Esta producción se realizó con el apoyo de la ONG global Environmental Investigation Agency (EIA).