Los indígenas interpusieron una demanda ante la Unidad de Restitución de Tierras en la que piden más territorio. Dicen que perdieron su capacidad de autoabastecimiento a causa de deforestación, explotación ilegal de madera y sobrepesca en los caños y ríos.
Por Mongabay Latam
Los indígenas Jiw se sienten confinados, cercados en su propio territorio. Las 2500 hectáreas que tiene el resguardo Barrancón, al norte del departamento de Guaviare, se vuelven cada vez más estrechas. Están cansados de vivir bajo las reglas de otros, como los colonos, que se han adueñado —según dicen— de la tierra, el bosque y el agua; y los militares, que tienen un Batallón de Entrenamiento del Ejército y un batallón fluvial de Infantería de Marina al lado. Esto sin contar con la presencia latente, pero silenciosa e innombrable, del Frente Primero de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), una de las facciones del grupo guerrillero que no aprobó el Acuerdo de Paz firmado en La Habana en 2016. (Lea: Jiw: un pueblo acorralado en su territorio)
“Estamos rodeados. Por la parte de arriba, cuando se viene desde San José del Guaviare, está la base militar, que llegó a invadir nuestro territorio y ha dejado varias víctimas por municiones sin explotar. Los colonos están por la vía que conduce a Charras (una vereda), por el sur del resguardo y por la margen del río Guaviare. (…) La Unidad de Restitución de Tierras (URT) prometió entregarnos esos territorios, pero no se ha hecho nada”, se queja Bernardo*, habitante de Barrancón. Y añade repitiendo, como si fuera un mantra, “nos están desapareciendo”.
A este pueblo amazónico —nómada por naturaleza, como lo fueron los Nukak— la colonización y el conflicto armado les arrebató sus tierras y hoy figuran en la lista de las 34 comunidades indígenas que, según la Corte Constitucional de Colombia, están en riesgo de desaparecer. ‘Los Guayaberos’, como eran conocidos, ya no cazan ni pescan con frecuencia, pues los bosques se convirtieron en potreros y los caños y ríos son disputados con los colonos —o ‘blancos’, como llaman a toda persona que no es indígena— . Tampoco cultivan mayor cosa porque el territorio “no les alcanza”, la mayoría de los suelos son “inundables”.
Un territorio perdido
“Queremos lo nuestro”, recalca Bernardo, con voz de protesta, delante de casi una docena de sus compañeros con los que está reunido en una maloca del Sector Mocuare, el primero de los ocho sectores que aparecen cuando se visita el Resguardo Barrancón, una pequeña ciudadela en la que viven un poco más de 830 indígenas. “Repartieron nuestro territorio y ahora no tenemos ni para sobrevivir”, se queja, y recuerda que fue el mismo Estado el que les quitó su tierra sin consultarles y los tiene hoy cerca del exterminio.
Su reclamo lo comparten todos y dicen tener la razón. Antes de 1975, Barrancón tenía 6.000 hectáreas que fueron reducidas a 2.500 por el antiguo Incora (hoy Agencia Nacional de Tierras) a través de la Resolución 230 de ese mismo año. El territorio guayabero se redujo a menos de la mitad porque la entidad necesitaba otorgarles tierras a 74 familias campesinas que se asentaron en ese sector. Desde ese momento, argumentan los Jiw, perdieron acceso a sus zonas de uso tradicional, como Caño Bejuco, donde recolectaban frutos y cazaban cajuches o tatabros (Tayassu pecari) y dantas (Tapirus); Caño la Fuga, de donde extraían materia prima para artesanías y cazaban; o la laguna de Cámbulos, una zona importante de pesca, entre otras.
“Antes de 1975 Barrancón solo tenía 16 o 18 familias y, por eso, el Incora nos quitó tierra. Ahora somos más de 200 porque llegaron muchos desplazados”, explica Bernardo. Se refiere a los indígenas que llegaron desde los tres resguardos más grandes que tiene este pueblo (Barranco Ceiba, Barranco Colorado y Mocuare) y también los más afectados históricamente por el fuego cruzado entre los paramilitares, la guerrilla y la fuerza pública. Fue en 2008 cuando se produjo la mayor cantidad de desplazamientos y, según cálculos de varias organizaciones, en la actualidad el 44 % del pueblo JIW vive en esa condición. Barrancón es una muestra. Ha sido el principal receptor de las comunidades desplazadas: cinco de los ocho sectores que lo componen son de familias que llegaron huyendo de la violencia que azotaba a sus hogares.
Ahora no hay espacio para todos y piden a gritos su territorio. Y no se refieren solamente a las 3500 hectáreas que les quitaron, hablan de las zonas de bosques que han desaparecido y que antes, cuando vivían como seminómadas, recorrían para encontrar sus alimentos y realizar sus prácticas ancestrales. Los Jiw responsabilizan a los “colonos” de acabar con todo, los culpan de la deforestación, de llevarse la madera fina (cedro y cachicamo) y de explotar los caños y los ríos con una pesca excesiva.
Un potrero que no alimenta
“El medio ambiente es parte de la cosmovisión y de la razón de ser de los pueblos indígenas. El bosque, la fauna y el recurso hídrico, son sus raíces. Quisiéramos restaurar los territorios que han sido deforestados e intervenidos para establecer praderas, pero actualmente hay unos problemas que se deben combatir y resolver primero, como la situación de orden público”, reconoce Fernanda Calderón, directora de la seccional Guaviare de la Corporación para el Desarrollo Sostenible del Norte y el Oriente Amazónico (CDA), la autoridad ambiental en esta zona del país.
Está preocupada. Sabe que el reto es grande y que en la región amazónica se concentra actualmente el 70 % de la deforestación en Colombia, que alcanzó el año pasado las 197 159 hectáreas, según el más reciente informe del Ideam. Caquetá, el norte de Guaviare y el sur del Meta son los tres núcleos principales donde el bosque desaparece y se convierte, en la mayoría de los casos, en potreros para las vacas. Mongabay Latamy El Espectador viajaron hasta el resguardo de Barrancón y el paisaje demuestra que lo que antes eran bosques, hoy no son más que grandes llanuras que parecen no tener fin.
“Hay un acaparamiento de tierras y una deforestación que va orientada a una ganadería extensiva. Nuestra preocupación es que los bosques se están interviniendo, no para un manejo forestal sostenible, sino para el establecimiento de praderas. Ese es nuestro cuello de botella y no tenemos la capacidad operativa y financiera para frenarlo”, dice Calderón, y acepta que la situación de orden público hace casi imposible que la Corporación pueda ejercer autoridad.
También cuenta que en varias ocasiones funcionarios de la CDA han sido citados por jefes de los Grupos Armados Organizados Residuales, como llaman las autoridades colombianas a las estructuras de las FARC que no se acogieron al Acuerdo de Paz. Reuniones a las que, por temor a sus vidas, nunca asisten y prefieren evitar a toda costa.
La situación no es nueva. El miedo a las acciones delincuenciales contra defensores del medio ambiente no se vive solo en esta entidad, también ocurre en Parques Nacionales Naturales y en muchas otras organizaciones. Tan solo a inicios de junio se conoció un panfleto, firmado por las FARC-EP, en el que se amenazaba y se declaraba “objetivo militar” a líderes sociales, ambientalistas, ONG y funcionarios del Estado de Guaviare, Meta y Caquetá. “Todos hablan de paz pero acá está latente el conflicto. Mejoró un poco la situación, pero igual no podemos salir con nuestros chalecos a hacer control y vigilancia de manera segura”, cuenta Calderón.
Cuando se camina por San José del Guaviare se siente una extraña calma. Es un pueblo aparentemente tranquilo, pero en el que toda la población sabe —así no lo digan en voz alta— que hay órdenes que se deben acatar sin cuestionar. Diferentes personas que sirvieron de guía al equipo periodístico advirtieron, por ejemplo, que desde Semana Santa estaba prohibido visitar lugares turísticos como Cerro Azul —conocido por sus figuras rupestres— y el Mirador del Guayabero. Cuestionar o querer saber el por qué de estos dictámenes es una osadía para cualquiera que se atreva a preguntar. “Es mejor no hablar del tema, aquí hasta las paredes escuchan”, dice prevenido un conductor.
“La deforestación trae consigo la escasez del recurso hídrico y el despoblamiento de la fauna silvestre. (…) Una muestra son los felinos que se quedan sin su hábitat y terminan buscando centros poblados. Entonces, cuando llegan a las fincas los matan. Tenemos muchas denuncias de este tipo, pero es difícil individualizar y agarrar en flagrancia a las personas que cometen estos crímenes”, explica la directora de CDA, pero deja claro que otras especies como las dantas o tapires (familia Tapiridae), los monos y las lapas (Cuniculus paca) —que pueden tener una sola cría al año— están en su lista de preocupaciones.
El daño a la fauna puede ser catastrófico. Hace apenas 10 años una investigación de la CDA, en conjunto con la Fundación Omacha y la Fundación Panthera Colombia, descubrió que Guaviare tenía cinco de las seis especies de felinos que existen en Colombia y que se movilizaban particularmente por la Serranía de la Lindosa, como lo son el jaguar (Panthera Onca), el puma (Puma concolor), el yaguarundí (Puma yaguaroundi), la oncilla (Leopardus tigrinus) y el ocelote (Leopardus wiedii). Hoy no se sabe cuál es el estado de ese inventario en esta parte de la región amazónica. “Los incendios acaban con la fauna, es la principal afectada. Y al no haber fauna, tampoco hay seguridad alimentaria para los indígenas. Es una cadena”, dice.
A cuenta gotas
Además de la pérdida acelerada del bosque, a los Jiw se les suma el poco acceso que aseguran tener al recurso hídrico. “Los colonos nos prohíben pescar. No tenemos buena convivencia porque dicen que somos ladrones, que los Jiw se llevan las cosas y que se barbasquean los caños (envenenan los peces con prácticas tradicionales). Se metieron dentro de nuestro territorio y ahora nos toca someternos a sus reglas”, protesta Alberto*, otro de los líderes de Barrancón.
El agua con la que cuentan los Jiw es poca, no solo por la sequía que acecha de manera sofocante a Guaviare en varios momentos del año, sino también por los conflictos que tienen con sus vecinos. “Ellos hacen sobrepesca y acaban con los caños. Ya nunca hay peces”, agrega Alberto. La pelea cantada entre “campesinos” e indígenas es conocida por todo el departamento, tanto así que la Autoridad Nacional de Acuicultura y Pesca (AUNAP) ha tenido que intervenir y hacer seguimiento a las problemáticas.
Estos conflictos “de convivencia” también los tienen con los militares. “El río lo tenemos al lado, pero no podemos desplazarnos con tranquilidad. El problema es con los ‘blancos’ y también con las Fuerzas Militares que no nos dejan pescar de noche y no nos permiten pasar a su territorio”, cuenta Alberto, refiriéndose al Batallón Fluvial de Infantería de Marina 32 que tienen de vecino.
El coronel Jorge Rico explica a Mongabay Latam que es el Ministerio de Transporte el que tiene prohibido navegar en la noche y dice que por temas de seguridad no se puede pescar cerca de unidades militares. “Hace parte de nuestro plan de defensa y no podemos vulnerarlo. Somos blancos de ataque y no podemos permitir que las personas lleguen a nuestros buques. Así como viene el indígena o el campesino a pescar, también puede aparecer gente mala y nos pueden sembrar un artefacto explosivo”.
Los militares tienen sus razones para tomar medidas de seguridad, pero a los Jiw también les sobran argumentos para quejarse de su situación. Dicen que todo el mundo manda sobre los afluentes, menos ellos. Se refieren además al Frente Primero de las FARC que —según un informe sobre disidencias de la Fundación Ideas Para la Paz— controla las rutas fluviales, como el río Guaviare, con el objetivo de asegurar los corredores de movilidad para la cocaína y el acceso a zonas que les sirvan de refugio.
Un vecino ruidoso
“Estamos rodeados por donde se mire. A unos 300 o 500 metros de este lugar (sector Mocuare), está el polígono en el que entrenan los militares. (…) A muchas de las mujeres y niños que caminan por allá, al lado de nuestros cultivos, las balas les pasan por encima. Las bombas hacen ‘simbronar’ (temblar) la tierra”, cuenta Fernando*, indígena de Mocuare.
Lamenta que en el Resguardo Barrancón el ruido natural del bosque haya sido reemplazado por el sonido de las balas y las vibraciones que producen los estallidos de las granadas. Un polígono de tiro que tienen al lado les recuerda todos los días cómo suena la guerra, un campo de entrenamiento con el que conviven desde hace más de 20 años, cuando formaba parte de la Escuela de Fuerzas Especiales del Ejército Nacional, que se mudó en 2015 a Tolemaida, y que ahora es utilizado por el Batallón de Instrucción y Entrenamiento 22 (Biter 22), en el que se desarrollan programas de preparación para los uniformados de las Brigadas de Selva 22 y 30, también del Ejército.
Con un castellano a medias, Fernando explica que los entrenamientos de los militares son diarios. Empiezan desde temprano y pueden terminar caída la noche. Las detonaciones frecuentes, dice, causan impactos psicológicos y sociales en la población, afectan principalmente a las mujeres embarazadas y a los niños, a quienes no saben cómo calmar cuando empieza la balacera.
Olvidar el pasado es difícil para los Jiw. Las ráfagas, que retumban y se escuchan hasta en el último de los sectores de Barrancón, les dejan claro que el conflicto no ha terminado y que parece ser una maldición que tendrán que aguantar hasta el último día de sus vidas. Fernando cuenta que su comunidad ha encontrado granadas y hasta balines de mortero en sus ‘chagras’ (cultivos familiares), las cuales colindan con la base militar. Todos los días caminan con miedo, temen dar un paso en falso y encontrar un artefacto que los mate.
Bernardo complementa la historia y recuerda cuando en 2007 “una mujer jiw quedó mutilada y ciega” después de encontrar un artefacto explosivo. Este caso es emblemático y la misma Corte Constitucional lo menciona en el Auto 173 de 2012, un mandato judicial en el que pide medidas cautelares para la protección de este pueblo y donde se registra que, desde 2006, son más de 18 las víctimas por estos dispositivos.
Para el coronel Carlos Andrés Realpe, comandante del Biter 22 desde hace más de año y medio, el disgusto por el ruido es entendible y admite que “disminuirlo” es casi imposible. “Si disparamos en la mañana, no lo hacemos en la tarde”, recalca. Y asegura que moverlo de sitio no es posible, pues el área del polígono está construida desde hace más de 20 años y el Gobierno tendría que hacer una inversión de recursos muy grande para trasladarlo.
“Yo no puedo responder por lo que ocurrió años atrás, pero de lo que sí estoy seguro es que el polígono cumple con todas las especificaciones de seguridad y, desde que estoy, nunca se ha presentado algún accidente”, insiste Realpe y asegura que están tomando las precauciones necesarias para evitar percances. “Tenemos un sitio donde lanzamos las granadas de mortero y cada cuatro o seis meses viene el grupo especialista en explosivos a barrer la zona y destruir los artefactos”.
Por ahora los indígenas se están jugando la única carta que tienen y es una demanda ante la Unidad de Restitución de Tierras, en la que piden, entre otras cosas, que el Ministerio de Defensa concerte con ellos la ubicación del polígono de tiro para evitar daños a la población y que se rectifique la extensión del resguardo. Mongabay Latam y El Espectador consultaron a la URT, pero la entidad aseguró que, debido al momento procesal y a la reserva de los casos, no podía pronunciarse.
Por su parte, Carola Sánchez, directora de la Agencia Nacional de Tierras (ANT) en Guaviare, asegura que aún no se están haciendo estudios de saneamiento para otorgar más territorio a los indígenas. “A nosotros nos pueden decir que restituyamos, pero el Estado debe darnos el dinero para comprar y hacer todos los procesos correspondientes, porque así como a los Jiw se les debe garantizar su derecho a la tierra, a los campesinos que tienen sus parcelas legales también. El Estado debe funcionar para todos”, expresa.
Más problemas
El miedo a dejar el territorio y que lleguen colonizadores que se apoderen de él, ha hecho que los Jiw se vuelvan cada más sedentarios. “Ahora es muy poco lo que producen. Y las entidades también tienen mucha culpa en esto, pues creen que con traer algo de comida se soluciona el problema, y no”, reflexiona Bernardo. Asegura que lo que necesitan es tierra para trabajarla y semillas para sembrar.
También responsabilizan a “los blancos” de sumergir a niños Jiw en la adicción a drogas como el bóxer, el bazuco y la marihuana. “Sabemos que hay tráfico de estupefacientes dentro del resguardo. (…) Ahora son más de 60 niños, entre 7 y 14 años, que viven prácticamente en San José del Guaviare. ¿Qué hacen allá? Mendigando, drogados y los usan como expendedores. Muchos son violados”, dice Bernardo, y pide a las autoridades que capturen a los responsables.
Sobre esta situación, Delver Ramírez, de la Secretaría de Gobierno de Guaviare, confirma que son 68 menores lo que están en la drogadicción. No todos son de Barracón, algunos pertenecen a los resguardos de Caño La Sal y Luna Roja en el municipio de Puerto Concordia, Meta. Cuenta que la casa indígena que está en el municipio de San José es uno de los lugares que se está prestando para el consumo. Aunque han pensado en derrumbarla, no es posible porque desde hace casi dos años hay seis familias Jiw desplazadas que llegaron del Meta y no han podido reubicar.
“Este es un tema que desbordó la capacidad de respuesta del ente municipal y departamental”, dice Ramírez, y no se refiere solamente a lo que pasa con los menores, los colonos o con la base militar. Habla de la seguridad alimentaria, la educación, la vivienda y hasta la falta de agua potable.
Para él, es un asunto de emergencia y lo será hasta que el Gobierno, en cabeza del Ministerio del Interior, realice un plan de salvaguarda en el que le diga a las entidades cómo proceder. Un documento de vital importancia que daría lineamientos para salvar a este pueblo que sufre, no solo en Barrancón, sino también en otros seis resguardos, como Caño La Sal, ubicado en el municipio de Puerto Concordia, en el departamento del Meta. Allá estuvo también estuvo un equipo de Mongabay Latam y El Espectador. En el segundo reportaje de este especial se mostrará cómo la palma, el ganado, los cultivos ilícitos y los grupos armados ilegales están acorralando a este resguardo.
Poco a poco los Jiw, sus costumbres y su forma de ver la vida se van desdibujando. Los líderes del resguardo dicen que seguirán luchando por su tierra, la que creen merecer y no tienen. Justifican su sedentarismo en la falta de territorio para cazar, pescar y realizar sus prácticas ancestrales. Bernardo espera que la respuesta de las autoridades llegue pronto, pues cada año que pasa los niños y jóvenes Jiw entienden menos la importancia del territorio y están creciendo en una cultura que no es suya. Los líderes indígenas están muy preocupados pues esa falta de pertenencia por su territorio —como ellos mismos dicen— tiene a su etnia en peligro de desaparecer pronto.
*Nombres cambiados para protección de las fuentes.
Foto: Los bosques que antes recorrían los indígenas Jiw se convirtieron en potreros para vacas. Guaviare, al norte de la región amazónica colombiana, es uno de los principales núcleos donde se concentra la deforestación del país.