Tony Rinaudo logró que 200 millones de árboles crecieran en el desierto de Níger, uno de los países más pobres del mundo. Su trabajo mejoró la vida de cuatro millones y medio de campesinos africanos.
Por Helena Calle ([email protected]/@helenanodepatio)
La región del Sahel, entre la sabana africana y el desierto del Sahara, es una de las zonas más estériles del mundo. Llueve menos de cien días al año y las tormentas de arena entierran cosechas, ahogan a los animales y enferman a las personas.
Entre 1970 y 1993, la región registró veinte años de severa sequía. Según la FAO, más del 80 % de las tierras de la región están degradadas. Para el 2050, escribe Malcolm Potts de la Universidad de California-Berkeley, con el aumento de las emisiones de gases de efecto invernadero, las temperaturas aumentarán entre 3 y 5 grados centígrados y los fenómenos meteorológicos extremos serán comunes y devastadores.
Pero el Sahel no siempre fue tan árido. Gracias a guerras civiles, sequías y hambrunas del último siglo, los agricultores se han visto obligados a talar árboles a gran escala. En solo cuarenta años, la región quedó, literalmente, pelada.
Tony Rinaudo, un australiano que llegó en los años 80 a Níger —el país más pobre del mundo, en Sahel— logró poner en marcha una técnica que en veinte años reforestó cinco millones de hectáreas de tierra desértica, logró restaurar el ciclo del agua (modificado por la deforestación) e hizo crecer el doble de comida en un país en donde 75.000 niños están en riesgo de morir por desnutrición. Todo sin plantar un solo árbol.
Hoy, casi cuatro millones y medio de personas aplican su técnica. Por eso, Rinaudo ha recibido el premio World Vision Global Resilience Forum (2011) y el Land for Life Award (2013, de Naciones Unidas). La semana pasada fue galardonado con el Premio Right Livelihood, mejor conocido como el Premio Nobel Alternativo. El Espectador habló con él en el Global Landscapes Forum, un evento internacional sobre paisajes en Bonn (Alemania).
¿Por qué decidió vivir 17 años en Níger?
Yo soy de la zona rural de Victoria, una región muy hermosa de Australia. Esa misma belleza que yo disfrutaba estaba siendo destruida en todas partes y me molestaba que la gente al otro lado del mundo no tuviera qué comer. Estudié agricultura en la Universidad de New England y conocí a mi esposa. En 1981 nos unimos a una misión protestante y llegamos al Sahel. Además, siempre me ha atraído África, no se explicarte por qué. Tenía 24 años.
¿Qué fue lo primero que encontró?
Absolutamente nada. El paisaje había sido arrasado y por eso todos los años eran de incertidumbre. La gente no sabía si iba a poder comer; era devastador. Los vientos del Sahel pueden alcanzar los setenta kilómetros por hora, entonces la arena se levanta y entierra las cosechas. Los granjeros volvían a plantar, pero nadie tiene una varita mágica para sacar más y más semillas, así que irónicamente cuanto más plantaban, menos tenían para comer. Como no había árboles, no había depredadores naturales, así que no parecía que pudiera crecer nada. En las aldeas las temperaturas alcanzan los 26 grados en verano, así que era una tierra muy infértil. En los días en que sí llovía, muchos insectos se comían las cosechas. Si no llovía, o la lluvia era esporádica, las cosechas comenzaban a crecer pero se morían pronto.
Supongo que no siempre fue así. El Sahel es una zona semiárida, pero tenía vegetación, ¿cómo llegaron a ese punto de degradación?
Los granjeros pensaban que debían remover los árboles y arbustos para hacerle espacio a sus cosechas. Los árboles le pertenecían al Gobierno como medida de protección ambiental. Es así desde la independencia del país, en 1960. Pero cuando tienes tres millones de personas debajo del umbral de pobreza, muriendo de hambre, no puedes evitar que talen. Cuando las cosechas fallaban, cortaban la madera y la vendían para comprar comida. En cuatro décadas se quedaron sin árboles.
La política ambiental tuvo el efecto opuesto…
Exacto. A eso súmale que en Níger se comenzó a explotar uranio en la frontera con Argelia desde que el país era colonia francesa, a principios de siglo. El desierto del Sahara avanzó sobre el Sahel con mucha más rapidez, y los que vivían del pastoreo se morían por causa de la guerra y el hambre. Eso nos hizo darnos cuenta de que es muy importante que la gente tenga derechos de uso o propiedad sobre los árboles, no solo sobre la tierra.
¿Por qué?
La gente podía vender la tierra, pero no los árboles. Si no son tuyos, no hay mucha motivación para cuidarlos. Pero si son de tu propiedad, los protegerías como a tu casa, ¿verdad?
La deforestación ya era grave, pero el hambre mucho más. ¿Por qué dedicarse a plantar árboles en vez de comida?
Al llegar nos dedicamos a un proyecto de reforestación que había, pero que no estaba funcionando. Cada década había una sequía que cobraba miles de vidas. Las condiciones ambientales eran terribles, pero me angustiaba más que las personas estaban preocupadas por comer, no por los árboles, así que no veían valor en ellos. ¿Cómo explicar que tener árboles es esencial para tener comida, para reducir el efecto devastador de la arena sobre una cosecha, para restaurar el ciclo del agua?
¿Cómo dio con el método que sí funcionó?
Tenía una vieja camioneta y cargaba árboles en el plató. Yo sabía que pocos sobrevivirían esas condiciones climáticas, pero era joven y seguí haciendo eso durante casi dos años y medio. En 1983 estaba haciendo un recorrido por las aldeas repartiendo árboles y me fijé en las malezas que crecían cerca de las casas. Cuando las examiné, me di cuenta de que no eran arbustos, las formas de las hojas eran distintas. Eran hojas de árbol, ¡y había miles! Eso significó que no tenían que plantar, regar o proteger los árboles.
¿Cómo recibieron la idea?
Al principio me llamaban “Mad white farmer” (El granjero blanco loco). Me decían que si los árboles crecían le harían sombra a sus plantaciones, o que no tendrían dónde cosechar. Logré que diez voluntarios en diez aldeas aplicaran la idea en un pequeño pedazo de sus granjas; pero las culturas tradicionales se resisten al cambio, así que cuando los árboles empezaron a crecer, los cortaron.
¿Y qué cambió?
Al siguiente año, en 1984, hubo una terrible sequía y millones estaban muriendo de hambre. Uno de los programas de ayuda humanitaria era “Food for Work”, comida a cambio de trabajo. El trabajo que les dimos era dejar crecer los árboles. Bueno, es un poco más complejo que eso: hay que dejar dos o tres, tal vez cinco de las mejores ramas para que crezcan, y construir una medida de protección, una cerca o algo por el estilo. Si no haces eso, la fruta nace pequeña y enfermiza.
¿De qué árboles estamos hablando?
El nombre científico es Faidherbia albidia y Philostigma reticulata. El primero aporta nutrientes al suelo, y el segundo, materia orgánica. Las raíces de este último son profundas, y si están relativamente cerca de una plantación de comida, no le quita nutrientes sino que, en la noche, irrigan la cosecha, la humedecen, y la hacen crecer. Como una especie de bosque subterráneo. En ese año de sequía, solo la gente con árboles tuvo buena cosecha.
¿Cómo llegó a esa conclusión?
Al principio pensábamos que era porque no había tanto viento, o que esas tierras eran más fértiles que el resto. Un científico estadounidense llamado Richard Dick, que enseña microbiología en la Universidad de Senegal, puso radioisótopos en el agua y rastreó hacia dónde iba.
El siguiente año logró que 70.000 personas aplicaran ese modelo en 12.500 hectáreas, ¿logró cambiar las costumbres de los granjeros?
Increíblemente, no. Cuando la cosecha dio con qué comer al siguiente año, volvieron a cortar los árboles y siguieron con sus vidas. Pero un 25 % de esas familias no lo hizo y al siguiente año, tuvieron no solo comida, sino leña, un lujo para las mujeres, que son las que más sufren en la temporada seca. Ellas son las recorren varios kilómetros a pie en búsqueda de agua y leña por caminos peligrosos. Si no encuentran, queman estiércol de vaca o cabra, que lleva a infecciones respiratorias.
¿Qué cambió para la gente?
Para empezar, ya no ven los árboles como una maleza sino como una plantación en sí misma. Mejoraron las cosechas, podían vender leña y comprar comida, no tenían que alimentar al ganado porque los árboles proveen su alimento, y había abejas, así que tenían miel. Gracias a que el suelo se fertilizó, hay 500.000 toneladas de grano adicional en los cinco millones de hectáreas que tienen cuatro millones y medio de granjeros. Para una sola familia, tener árboles significó que su cosecha se duplicó y hasta triplicó. En términos monetarios, equivale a un ingreso de US$1.000 por casa al año. Parece poco, pero recuerda que es el país más pobre del mundo.
A nivel nacional, Niger percibió 9.000 millones de dólares por año. Lo curioso es que su sistema no cuesta más de 20 dólares por cabeza…
Es tan simple que da pena. Claro, implica enseñar, visitar, intercambiar experiencias, contactar ONGS, conseguir financiación para el transporte. Pero no se necesita infraestructura, por mucho mi camioneta. También hay mucha más resiliencia al hambre en años de sequía. Incluso si tu cosecha perece, puedes vivir de los árboles, de la leña o los frutos.
¿Hay experiencias parecidas en el mundo?
Sí, es que este método no lo inventé yo. Simplemente es la mejora del manejo tradicional agrícola que hay en todo el mundo. En Quesungual, Honduras, pasa algo similar. La tumba y quema es un método muy extendido en Latinoamérica en donde el verano da pie para talar, quemar para hacer pastos. En Honduras se tala pero no todos los árboles y no se hace quema. Así, lo que queda en el suelo fertiliza y aporta nutrientes para las cosechas.
¿Qué fue lo más difícil de todo este proceso?
Es muy gracioso, porque la política del gobierno de Niger que dice que los árboles no son de la gente no ha cambiado hasta el sol de hoy. Ese año de la sequía, recuerdo que fui al departamento de agricultura local y les pedí que me dejaran intentar el método. Ellos no firmaron nada porque no pueden cambiar las políticas nacionales, solo asintieron con la cabeza. Y en el curso de tres años tenían más árboles que en los últimos 40 años. Aunque los árboles no son de la gente oficialmente, sí los sienten suyos, y actúan bajo esa percepción. ‘Es mi árbol, no te atrevas a cortarlo’. Ahí es cuando todo cambia.
interesante. me identifiqué por que siento que pasa lo mismo en Latinoamérica.
muy buen aporte de parte de todos los que hicieron posible esto, llegando yo a leerlo.
GRACIAS.