La Iglesia católica ha comenzado a fortalecer sus vicariatos, parroquias y hasta proyectos de investigación científica en la región. Las heridas que dejó la evangelización de pueblos indígenas aún siguen abiertas, pero su apoyo podría contribuir a salvar la selva.
Por Helena Calle ([email protected])
En su más reciente visita a Colombia, el papa Francisco hizo un pedido especial para el cuidado de la Amazonia: “Esta región es para todos nosotros una prueba decisiva para verificar si nuestra sociedad, casi siempre reducida al materialismo y pragmatismo, está en grado de custodiar lo que ha recibido gratuitamente, no para desvalijarlo, sino para hacerlo fecundo”. Después de invitar a obispos y a la sociedad civil a aprender de la sabiduría de los pueblos amazónicos para cuidar la vida y la naturaleza, dijo: “No abandonen a la Iglesia en la Amazonia. La consolidación de un rostro amazónico para la Iglesia que peregrina aquí es un desafío de todos ustedes, que depende del creciente y consciente apoyo misionero de todas las diócesis colombianas y de su entero clero”.
La invitación a fortalecer la presencia de la Iglesia en la Amazonia no es nueva. Este mensaje fue una réplica de su visita a Río de Janeiro, Brasil, en 2015, cuando dijo que “la Iglesia necesita ser acicateada y relanzada en la región”, ante sacerdotes, monjas e indígenas xerentes y patoxas, vestidos con penachos y trajes tradicionales.
La Iglesia católica, encarnada en jesuitas, franciscanos, salesianos, hermanas lauritas e innumerables órdenes con histórica presencia en la región, han atendido el llamado del pontífice. Tanto así, que mientras en julio se hablaban de 7 vicariatos y 12 diócesis en la región, según datos de la Conferencia Episcopal de Colombia, para septiembre ya son 15.
No obstante, ante este “nuevo rostro amazónico de la Iglesia” hay viejas heridas por cerrar y miedos que afloran, despertando los fantasmas del pasado que recuerdan el rastro colonial de la Iglesia en la región amazónica de Colombia y el impacto de sus políticas en muchas comunidades indígenas.
Clemencia Herrera, indígena huitota de La Chorrera, Amazonas, recuerda cómo le prohibían el uso de palabras huitotas en el internado en el que cursó la primaria. “No había maestros bilingües en esa época. Hoy somos encargados de nuestra educación, pero sólo en el papel de la Constitución de 1991”. Reconoce también que en episodios oscuros, como el de la Casa Arana, un genocidio indígena a nombre del caucho, la Iglesia adoptó a los huérfanos de la masacre, “pero de pronto no sabían cómo, y llegan a hacer imposición cultural”.
De acuerdo con Ómar Mejía, obispo de Florencia, Caquetá, que lleva en su cargo 4 años, la Vicaria del Sur lleva 30 años trabajando de la mano de comunidades indígenas e incluso la Universidad de la Amazonia, las 34 parroquias y los tres obispos que se reparten entre San Vicente del Caguán y Cartagena del Chairá, dos de los municipios más golpeados por la violencia.
La presencia de la Iglesia católica en la región data de hace siglos y ha sido clave para la conservación de los ecosistemas, la defensa de los derechos étnicos o la protección de comunidades aisladas. A su vez, ha sido una de las causas de esa voluntad de aislamiento, por ejemplo. “La Iglesia ha abierto caminos en búsqueda de un proceso de evangelización, lo que hoy se conoce como el sistema educativo de la región en Leticia, Florencia y Puerto Asís, que entre otras se llama así por Francisco de Asís”, argumenta el padre Mejía.
Precisamente ese “proceso de evangelización” tiene en alerta a organizaciones como la OPIAC, que aún reconoce un temor en la anunciada avanzada de la Iglesia católica a través de iniciativas como la Red Eclesial Panamazónica (REPAM), una articulación entre las jurisdicciones eclesiásticas de los nueve países amazónicos (Venezuela, Bolivia, Ecuador, Colombia, Brasil, Perú, Guyana, Surinam y Guyana Francesa), nacida hace tres años.
A grandes rasgos, la misión de esta red es conservar el bioma amazónico, hogar de miles de especies, unas 30 millones de personas y de 62 de los 102 pueblos en el país, siguiendo los mandatos del Laudato Sí, mejor conocida como la encíclica ambiental del papa Francisco.
Según monseñor Héctor Fabio Henao, del Secretariado Nacional Pastoral Social de la Conferencia Episcopal de Colombia, “en 2005 hubo una reunión general de obispos de América Latina en la que se decidió que sería la Iglesia el testigo permanente de presencia en el cuidado de la Amazonia”. Sólo en Caquetá hay un programa de recuperación de semillas, de recuperación de la vocación agrícola del suelo y de proyectos educativos, entre otros.
En Brasil, la REPAM se opuso enfáticamente a las políticas de Michel Temer que pretendían “extinguir” 46.000 kilómetros cuadrados de la Reserva Estatal de Cobre y Asociados (RENCA), declarada área de protección desde 1984. También protestó frente a la matanza de por lo menos 10 indígenas pertenecientes a una comunidad aislada a orillas del río Jandiatuba, en la selva amazónica brasileña, en un ataque llevado a cabo por un grupo de garimpeiros o buscadores de oro que operaban ilegalmente en la zona. Incluso se han denunciado las amenazas del pueblo amazónico ante la ONU, en boca del monseñor esloveno Ivan Jurkovic, observador permanente de la Santa Sede en la ONU, durante la 36ª Sesión del Consejo de Derechos Humanos dedicada a los pueblos Indígenas y desarrollada el 20 de septiembre de este año en Ginebra. “Todos deben ser protagonistas de su propio destino”, dijo.
Sin embargo, hay quienes temen que la avanzada eclesiástica para la conservación del medioambiente termine por sacrificar la herencia cultural que, paradójicamente, es la base de la costumbre de conservación que ha mantenido vivo el bioma amazónico.
Fray Manuel Vargas Reales, fraile capuchino, lleva 8 meses impulsando un proyecto parroquial en la triple frontera entre Perú, Brasil y Colombia: “Para mí la evangelización de alguna manera llevó los aspectos de la cultura occidental, en unas cosas, que de pronto afectaron la identidad, y en otras, la reafirmó. Hasta donde sé los capuchinos que llegaron el siglo pasado fueron muy respetuosos, tanto así que tuvieron un estudio antropológico para rescatar la identidad de pueblos indígenas, valorar su espiritualidad y sus expresiones culturales”.
Las cosas, para bien o para mal, han cambiado. Manuel cuenta cómo otro capuchino celebra una eucaristía en idioma tikuna. Para él, la experiencia “es muy bella». Esta anécdota es diciente de las diferencias entre la percepción de la conservación y del aumento de la atención de la Iglesia a la zona. Lo bueno: se está celebrando una misa en tikuna. Lo malo: se está celebrando una misa en tikuna.
Según Antonio Loboguerrero, de la Fundación Etnollano, la educación está controlada por gobernaciones del país que la dejan en manos de la Iglesia católica, que enseña a vivir como buenos católicos. “Por ejemplo, los piaroas, que viven a orillas del Orinoco, tienen a las hermanas Lauritas que administran el colegio del territorio. Ellos formulan sus planes de vida bajo sus usos y costumbres, pero lo manejan las hermanas. ¿Eso es autodeterminación?”
De acuerdo con fray Manuel y monseñor Héctor Fabio, no hay comunidades con rechazo ni resentimiento. Ni los ticunas ni los kokamas, yaguas o huitotos, que son mayoritarios en la región. Pero cartas enviadas al papa y otras exigencias cuentan otra historia. “Desde hace 525 años hemos sufrido condiciones de injusticia, eliminación de nuestras espiritualidades y exterminio físico y cultural, asimismo, la exclusión del Estado y el despojo territorial son producto de un colonialismo apalancado en una evangelización impuesta y basada en el desconocimiento, que en nuestros días se traduce en afectaciones a nuestros derechos humanos, comprometiendo con ello la pervivencia de las diferentes culturas de los pueblos indígenas”, dice una carta enviada por la OPIAC al papa Francisco, a principios de julio de este año.
A lo mejor, en pleno siglo XXI, el reto de la iglesia que ha estado allí desde hace 400 años, y de las comunidades indígenas que han estado allí desde hace milenios, es la misma: cambiar el sentido del conocido refrán, «mismo monje, distintos hábitos».
*Esta es una iniciativa de El Espectador, Amazon Conservation Team y Dejusticia.