El desarrollo de la región tiene en alerta roja al mayor pulmón del mundo. Investigadores amazónicos del Sinchi, en Colombia, llevan más de una década encontrándose para solucionar problemas. Esta es la crónica de la última ocasión.
Por Camila Taborda, periodista de El Espectador
Desde el avión, las áreas deforestadas de la Amazonia son como baldosas en medio de la selva. Se pueden contar con los dedos de las manos de camino a Leticia, en la punta sur de Colombia. Aparte de las peladuras, la región es una alfombra verde cruzada por ríos. “Una prueba decisiva” de la humanidad, dijo el papa Francisco, para custodiar el mayor bosque de la Tierra. Un jardín que, desde el cielo, desborda el horizonte con árboles.(Vea: ¿Es coherente Colombia con el discurso ambiental del papa?)
Para hablar de esta región, nadie mejor que los investigadores tostados por el sol, o los de manos cuidadosas, que pasan días estudiando desde laboratorios el territorio amazónico colombiano.
Ellos, en su mayoría adscritos en el Instituto Amazónico de Investigaciones Científicas (Sinchi), se juntaron en el último municipio del mapa del 11 al 15 de septiembre. Fueron a exponer sus estudios y reflexiones sobre los diez departamentos cubiertos de bosque.
Al Encuentro Nacional número 13 asistieron 80 investigadores con una tradición sobre los hombros: 24 años de experiencia del Instituto, bases de datos, colecciones biológicas y más de 12.000 archivos sobre el pulmón más grande del planeta.
En sus mentes, la región está configurada entre la selva profunda (suroriental) y una porción de bosque intervenido, en el borde con los Andes (noroccidental). El grado de conservación no tiene comparación entre ambas.
En la primera, sólo el 4 % de sus ecosistemas está transformado; en la segunda, el 96 % del territorio es suelo de ganadería extensiva y de cultivos ilícitos con fines comerciales. Ambos comparten peligros para su biodiversidad y lechos de sus ríos.
Empezando porque ninguno está intacto, no son bosques vírgenes. Los pueblos indígenas los han moldeado, al distribuir las especies de árboles en lugares donde querían cultivar o refugiarse antes de la conquista de América. Así lo demostró un estudio reciente publicado en Science.
Un toqueteo que enriqueció la biodiversidad de la Amazonia y su abundancia, como lo hizo la guerrilla siglos después. Su presencia sirvió de escudo ambiental por más de 50 años durante el conflicto colombiano. Ese aporte, adeudado a las Farc, preservó casi todos los ecosistemas del bosque oriental.
Dairon Cárdenas, el biólogo que más conoce de la región, fue testigo del veto que el grupo guerrillero impuso a través de avisos como prohibición de quema, de cacería, de pesca indiscriminada. Si la comunidad no obedecía, la estrategia ambiental traía consigo penas y castigos.
Este hombre, con un herbario de casi 45 mil ejemplares colectados, cuenta que en las últimas expediciones “se han encontrado 47 especies nuevas para la ciencia en esas profundidades selváticas. La parte triste es que el Gobierno no estaba preparado para tal estado de conservación”.
No es gratuito que la selva amazónica fuera la mayor víctima de la deforestación en el país durante el 2016, año en que se firmó el Acuerdo de Paz. En Vichada, que era tierra del conflicto, se perdieron 3.411 hectáreas de bosque, antes apresados por la violencia.
Pero la estrategia de conservación no debería ser el miedo, dice Mariela Osorno, una bióloga del Sinchi de la vieja escuela –igual que Cárdenas–, experta en anfibios y en maniobrar las pinzas para atrapar serpientes cuando trabajan en campo.
Para ella, el estado de la fauna y la salud de las poblaciones silvestres en zonas del Guaviare y Guainía era evidente a simple vista. “La presencia guerrillera disminuyó la explotación a los recursos, tanto que, esos ríos eran el reflejo de las crónicas de Indias. Un año después de registrar esa conservación, volvimos y la comercialización de especies era significativa. Es difícil que la biodiversidad aguante ese nivel de extracción, porque la gente ve ahí una alternativa económica para vivir”, explica Osorno. Pero su mayor preocupación es creer que la conservación se dio solo por la fuerza.
El fin de la guerra revivió deudas en la Amazonia. Una región compartida con otros ocho países, donde sólo el 6,4 % está delimitado como territorio colombiano. Esa porción se estableció desde 1959 como reserva forestal, pero fue marginada por años. Su población estaba organizada en intendencias y comisarías que apenas en 1991, gracias a la Constitución, se distribuyeron por pedazos entre cuatro departamentos y cubrieron por entero otros seis. Aunque su delimitación no fue pensada en favor de los ecosistemas y comunidades que allí residían.
Los trazos fragmentaron la región al punto de que todavía, para ir en avión de Caquetá a Guanía, hay que salir de la región hasta el centro del país y tomar otro vuelo. Incluso dentro del mismo departamento, para llegar de Puerto Leguízamo a Puerto Asís, en el Putumayo, solo se puede ir navegando por río.
Un viaje desalentador si se tiene en cuenta que “el orden de un territorio define su éxito productivo y económico”, asegura Alexánder Riaño, uno de los consultores más jóvenes del Sinchi.
La pobre comunicación dentro del territorio es el principal argumento para construir carreteras como la Troncal del Magdalena, planeada a 2040. Una autopista 4G de 447 kilómetros de Neiva a Mocoa, adentrándose en la Amazonia hasta el corregimiento de Santana, en el Putumayo. De allí se extiende por ocho vías entre puertos y cabeceras municipales que luego se unen a rutas provenientes de Brasil con rumbo a Perú y al norte de Ecuador. Van de salida al Pacífico con el fin de comercializar aceites, madera, pescado, víveres y minerales. Más de 20 proyectos similares se adelantan en toda la selva amazónica, incluyendo en las soberanías ajenas, según el Informe “Amazonia Viva” de WWF de 2016. (Lea: Tres carreteras que amenazan al pulmón más grande del planeta)
Aunque parezca buena noticia, abrir el bosque trae sus consecuencias. El corredor biológico donde cohabitan las especies, donde las poblaciones de plantas y animales se reproducen y por donde el viento sopla la polinización, se rompe.
Esa ruptura, exigida para el avance de las regiones, podría generar el menor daño posible si se ejecuta delicadamente. El verdadero problema está en que al abrir la puerta, cualquiera puede entrar.
Las carreteras están íntimamente relacionas con la degradación ambiental. A sus alrededores se concentra el mayor proceso de intervención sobre bosque registrado en Colombia. Entre los años 2000 y 2012, el Ideam descubrió que el 50 % de las pérdidas del bioma amazónico se encontraban a menos de dos kilómetros de una vía.
Algunas de ellas traspasan las figuras de conservación que existen en la región: 16 parques nacionales naturales, cuatro reservas nacionales, resguardos indígenas, dos santuarios de flora y fauna y otro par de sombrillas de preservación.
La búsqueda de El Dorado
Estos títulos no han sido suficientes para la búsqueda de El Dorado, la mítica ciudad de oro que los conquistadores ambicionaron.
El oro, el platino, el cobre y el hierro son los mayores intereses de extracción en la región. Para el 2015, las solicitudes de explotación minera sumaron un total de 444 en la Amazonia colombiana.
“Cerca de 200 títulos se formalizaron con un permiso temporal, a pesar de no tener una licencia ambiental. Porque muchos de ellos proveen los materiales de construcción que necesitan las administraciones municipales para las obras públicas”, detalla Carlos Ariel Salazar, coordinador del programa dinámicas sociambientales del Sinchi, un hombre enamorado del mayor pulmón del mundo.
Aunque la minería tradicional de la región es el barequeo, sin título ni requerimientos ambientales. Una práctica artesanal donde se camuflan algunos actores criminales como los garimpeiros, brasileños que explotan con dragas y grandes balsas que suelen utilizar motobombas.
Salazar relata que estos mineros les enseñaron a los locales sus procesos, nada amigables con el medio ambiente. “Porque remueven todo el material del lecho y se estima que para obtener un gramo de oro se necesita remover más de una tonelada de material. Lavan lo que recogen y luego le echan mercurio para que el mineral se contraiga y después lo queman. El mercurio se evapora y a ellos les queda el gramo, que pueden vender por $100.000. Si en una salida se recogen diez, ya es un millón”.
Ese mercurio, que cae de nuevo al agua, es la gran contaminación que preocupa a los expertos. Un estudio reciente de la Secretaría de Salud del Guainía advirtió que las comunidades amazónicas sobre las orillas de los ríos Inírida, Atabapo y Guainía presentan entre 60 y 109 veces más de mercurio en su cuerpo que el exigido por la Organización Mundial de la Salud. este tóxico amenaza la salud humana atacando el sistemas nervioso e inmunitario, el aparato digestivo, la piel, los pulmones, riñones y ojos.
Un daño que previnieron los indígenas desde su cosmovisión. El investigador Delio Mendoza, asociado al Instituto, pertenece a la Gente de Centro, un conjunto de etnias amazónicas ubicadas en el municipio de Solano, Caquetá. La coca, el tabaco y la yuca dulce son los tres elementos fundamentales que para ellos representan la vida.
Según sus mitologías, el creador hizo el mundo y después lo ordenó mientras lo probaba. Así decidía qué era lo bueno y qué era lo malo para el hombre. En una de esas enfermó y la causa de su mal quedó enterrada bajo la tierra para que no hiciera mal. “Entre lo que se confinó estaban los minerales. Sus daños son los que se ven ahorita en los territorios indígenas: peleas, enfermedades, destrucción en la naturaleza”, dice Mendoza.
Esa es la razón de que los indígenas conservan mejor la Amazonia que los gobiernos, como afirmó un estudio publicado en el Scientific Reporthace una semana. La investigación, hecha por dos universidades inglesas y funcionarios del Ministerio de Ambiente de Perú, concluyó que entre las áreas protegidas por el Estado, las concesiones y los territorios indígenas, la última figura era la más efectiva como estrategia de conservación.
En Colombia, hasta hace siete años, había 210 resguardos de este tipo en la región amazónica, además de la existencia de 5 a 10 pueblos indígenas que por voluntad han preferido el aislamiento. Una elección motivada por la contaminación cultural e idiomática sobre sus comunidades, percibidas en mayor medida en la Amazonia andina.
Para conservar sus culturas, estos pueblos demandan un desarrollo sostenible, tierras propias y singulares modelos de producción para cerrar brechas. Ese fue el origen de los Planes de Desarrollo con Enfoque Territorial, más conocidos como PDT.
Una figura propuesta en las negociaciones de paz, que se construirá durante de diez años con las comunidades, preguntándoles qué quieren. La directora del Sinchi, Luz Marina Mantilla, una mujer que abarca el Amazonas en su cabeza, cree que a la gente le deben llegar ofertas ambientales bien planteadas. Porque “el modelo de desarrollo impulsado en la región es el ganadero, lo que es preocupante”. Asociar el territorio a través de vacas, con pastizales y cicatrices en la tierra, asegura Mantilla, “nos esta haciendo perder la conexión entre los Andes y la Orinoquia, y entre Orinoquia y la Amazonia”. En alerta roja está el jardín más amplio de la casa común, como enseña el papa.
Fuente: El Espectador