El caso de una nukak de 15 años que fue abusada al parecer por militares lleva a cuestas una dolorosa realidad: la llama de su pueblo indígena se está apagando y el Guaviare se ha convertido en el escenario perfecto para el peor de los finales para ellos.

 

Por Diana Durán, El Espectador.

Una nukak makú de 15 años denunció en 2019 que dos soldados la retuvieron dentro del batallón de San José del Guaviare y abusaron de ella durante cinco días seguidos. Hasta el lunes pasado, del tema no se sabía nada. La semana pasada, una niña embera de 12 años fue abusada por siete militares en Pueblo Rico (Risaralda), el caso se hizpúblico y, en menos de 72 horas, los soldados habían aceptado cargos en la audiencia de imputación y sido expulsados del Ejército. En contraste, para la joven nukak, “justicia” es hoy un expediente disciplinario preliminar que el Ejército apenas le está entregando a la Procuraduría y la promesa de la Fiscalía de averiguar en qué ha avanzado su denuncia.

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El Espectador habló con personas que viven en San José de Guaviare, que trabajan con organizaciones no gubernamentales o de cooperación internacional y que, en su momento, ayudaron a la joven nukak a denunciar a sus supuestos agresores. Ellos están preocupados. Por sus trabajos, no pueden hablar en nombre propio. Pero tampoco quieren callar frente a lo que sus ojos ven día a día. “El caso adquirió mucha visibilidad porque llegó a medios, pero, más allá de que condenen o no a los militares que abusaron de ella, tememos que poco se logre con respecto a todos los problemas que enfrenta el pueblo nukak”, expresó uno de ellos. “El problema es mucho más de fondo”, coinciden los consultados.

La menor que fue abusada, confirmó hace unos días el ICBF, está bajo su protección. “En el marco de la última visita se evidenció que en el lugar donde residía no contaba con las garantías necesarias para permanecer. Por lo tanto, la Defensoría de Familia determinó ubicarla en un hogar sustituto, donde sigue recibiendo atención psicosocial”, dijo la entidad. “Las instituciones tratan a los indígenas de manera despectiva. No es que ella estuviera desprotegida o abandonada, es que la idiosincrasia de los nukaks es así, ellos viven así”, le dijo a este diario uno de los funcionarios que han acompañado a la joven en todo su proceso desde que el ataque sexual se perpetró.

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Desde el martes pasado, este diario pidió al ICBF hablar con algún vocero que conociera los pormenores de este caso, pero al cierre de esta edición, el viernes pasado, no hubo respuesta. Lo que cuentan quienes conocen la historia de la joven nukak es que su familia vivía en un uno de los 12 asentamientos nukaks que hay en Guaviare, llamado La Esperanza, a más de tres horas de la capital del departamento. Después de que el ICBF la tomó bajo su tutela, ella se fue a vivir un tiempo con su hermana, quien vive cerca del casco urbano del municipio. Cuando quiso volver a su gente, ya no la encontró: comenzó la pandemia del COVID-19 y todos los nukaks huyeron despavoridos hacia la selva.

Tenían una razón de peso para internarse en la manigua: como está documentado en el “Plan Especial de Salvaguarda de Urgencia Nükak”, elaborado en 2012 por el Ministerio de Cultura, este pueblo indígena perdió más del 40 % de su población en los primeros cinco años que pasaron tras entrar en contacto con el llamado “occidente”. Su sistema inmunológico no conocía de enfermedades tan simples como la gripe y murieron, sobre todo sus ancianos. “Este hecho impactó profundamente toda su organización sociopolítica”, advierte el documento. Funcionarios del Estado que trabajan con esta comunidad aseguran que, entre 1993 y 2009, los nukaks pueden haber perdido hasta el 80 % de su gente.

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“Cuando comenzó la pandemia del COVID-19, ellos fueron los primeros en irse del pueblo”, le dijo a este diario Ramón Guevara, alcalde de San José del Guaviare. Este funcionario, que se radicó con su familia hace más de 20 años allí, huyéndole al conflicto, señala que los integrantes de la etnia nukak viven hoy en condiciones muy difíciles, y coincide con varias problemáticas que señalan quienes trabajan con ellos desde organizaciones. Por ejemplo, que los nukaks que viven en el campo consiguen trabajo como jornaleros -al no hablar el idioma español, les toca conformarse con ser mano de obra-, son básicamente explotados y lo que les queda de salario se lo beben en trago.

Una de las fuentes cuenta que, por ejemplo, los nukaks son muy buenos trepando a las palmeras de asaí, un árbol amazónico propio de estas latitudes. Las empresas que los comercializan les pagan $800 por cada libra que consigan de la exótica fruta, de los cuales $200 se los queda el dueño de la finca donde estén las plantaciones. “Aquí en el casco urbano venden la libra a $5.000”, explicó la fuente. Ocho veces más de lo que reciben los indígenas. En la selva que alguna vez le perteneció a esta etnia, que fue nómada y cazadora, además dos clases de cultivos se han expandido sistemáticamente en las últimas décadas: palma africana y coca.

Por eso, explican quienes conocen la realidad de este pueblo indígena de cerca, muchos de los nukaks -en Guaviare estiman que no quedan más de 600 en todo el país- que se internaron en la selva a raíz del nuevo coronavirus, están hoy de raspachines en los cultivos de uso ilícito. Los trabajadores de organizaciones que hablaron con este diario y el propio alcalde de San José del Guaviare afirman que ese contacto con el mundo de las drogas los ha llevado también por la senda del consumo. “Están metidos en vicio, roban, también hay denuncias de violación sexual cometidos por ellos mismos (los indígenas)”. Antes de que se resguardaran por la pandemia, también era común ver a indígenas como indigentes o en prostitución por las calles de San José.

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La situación de los nukaks es crítica. Las jóvenes no quieren casarse con miembros de su comunidad, sino con colonos “porque ellos tienen plata”. Los jóvenes también rechazan la cultura de sus ancestros. La organización interna de los nukaks makús siempre ha sido difícil de entender para el Estado colombiano, razón por la cual en cuentas del Ministerio de Hacienda están hoy guardados miles de millones que se han dispuesto para ellos a través del Sistema General de Participaciones, pero a los cuales estos indígenas no han podido acceder porque, al no contar con una organización con personería jurídica que los represente ante el Ministerio del Interior, están legalmente imposibilitados para recibir los recursos.

No estar en su resguardo es otro obstáculo para que tengan acceso a ese dinero. En 1993, el entonces Incora conformó el resguardo Nukak Makú (hoy con más de 954.000 hectáreas) en la zona por la que solían moverse para cazar y pescar, entre el río Inírida y el río Guaviare. La reserva se creó así de amplia para ayudarles a mantener sus costumbres nómadas. Pero las dinámicas del conflicto, los grupos armados ilegales y la expansión de la palma africana y la ganadería terminó expulsándolos de su territorio. Ahora viven en condiciones extremas, a merced de colonos que los explotan. Em Guaviare existen 12 asentamientos nukak. Ninguno de ellos, confirman fuentes oficiales, está dentro del resguardo.

El escándalo que se formó por la adolescente nukak violada, al parecer, por dos soldados dentro del batallón José Joaquín París, abrió una ventana desde la cual se puede mirar un panorama colectivo y mucho más complejo. “Lo que me preocupa es que la comunidad sigue sola, la niña sigue sola”, expresó una de las personas que la ayudó a denunciar el abuso sexual. El alcalde Guevara le dijo a este diario que hace unos días se desarrolló en San José del Guaviare un consejo de seguridad en el que hicieron presencia todas las autoridades civiles y de Fuerza Pública, y que allí se exigió que, en 15 días, se rindiera un informe de lo que se ha hecho en el caso de la joven abusada.

En San José del Guaviare el mapa no es fácil de dilucidar para saber qué caminos tomar. A escasos metros del batallón y del Barrancón, donde están las fuerzas especiales de Infantería de Marina, hay asentamientos indígenas. Encima de todo, a apenas kilómetros está el Espacio Territorial de Capacitación y Reincorporación (ETCR) de Charras, llamado Marco Aurelio Buendía, en la misma vereda donde se encontraba la comunidad en la que vivía la joven que resultó víctima de violencia sexual y con la que esta, por la pandemia y por la decisión del ICBF de alejarla de su familia, no se ha podido reencontrar. La madre de la joven, dicen en San José del Guaviare, no deja de preguntar por ella.

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