El pasado 1 de julio, esta maravilla protegida en el Amazonas fue incluida en la lista de sitios Patrimonio Mundial de la Humanidad por la Unesco. Al día siguiente del anuncio, el Gobierno amplió el área a 4’268.095 de hectáreas. Crónica del descubrimiento.

 

Por Gloria Castrillón. Colombia 2020

Cuando llegaron los primeros científicos colombianos a esta serranía que se levanta desprevenida sobre la tupida selva amazónica, este lugar ni siquiera estaba reseñado en el mapa. Algunos habían oído los relatos de Richard Evans Schultes, el botánico estadounidense que en los años cuarenta recorrió el río Apaporis buscando las mejores especies de caucho para sacar a su país de una crisis en plena Segunda Guerra Mundial. Hablaba de raudales salvajes, de rituales de los sabios indígenas karijonas, de plantas alucinógenas, tóxicas y medicinales. Y aunque no llegó propiamente a Chiribiquete, sí alcanzó a divisar algunos tepuyes de la zona norte.

Sería una tormenta la responsable del segundo y definitivo descubrimiento. Fue a finales de 1987, cuando un viaje entre San José del Guaviare y Araracuara llevó a Carlos Castaño, entonces director de Parques Nacionales, a sobrevolar por casualidad estas formaciones precámbricas (de hace dos mil millones de años). Tras 120 minutos de sobrevuelo, el funcionario quedó convencido de incluir esta maravilla en el sistema de Parques Nacionales Naturales.

Patricio von Hildebrand (atrás) y Argemiro Cortés, en una de sus primeras expediciones.

Castaño regresó muy entusiasmado a Bogotá y organizó decenas de sobrevuelos más para delimitar el parque y preparar las primeras expediciones que constataron la magnitud del descubrimiento. Estos recorridos permitieron apreciar uno de los tesoros mejor guardados de esta reserva, miles de pictogramas –se cree que hay más de 250 000– entre estas formaciones de menos de mil metros de altitud. Documentar y lograr la declaratoria de Parque Natural tardó dos años. En septiembre de 1989 se oficializó y Chiribiquete se convirtió en la reserva más grande del país: 1 280 000 hectáreas.

Una vez declarado el parque, había que explorarlo, reseñar e investigar ese mundo que había estado perdido para los ojos de la civilización. Un convenio de cooperación con el Jardín Botánico de Madrid hizo posible, en 1991, que llegaran recursos para emprender una campaña costosa, compleja y arriesgada. Se hicieron tres expediciones por aire –cada una de dos o tres meses– para llevar entre 25 y 30 personas de diferentes disciplinas.

«No se imagina lo complejo que resulta garantizar la seguridad a esas personas, abrir helipuertos, montar campamentos; el solo hecho de tener un helicóptero disponible 24 horas era algo extraordinario», dice Carlos Castaño, quien calcula que cada viaje pudo costar unos 150 millones de pesos en aquella época.

Al bajar, en medio del asombro, aquellos expedicionarios comprobaron que el lugar estaba prístino, virgen. «Los hombres que siglos atrás llegaron aquí, lo hicieron con absoluto respeto y una gran consideración por el ámbito sagrado que tenía el lugar para ellos», explica todavía emocionado Castaño.

El Estadio fue descubierto por Patricio von Hildebrand en 1993. Esta maravillosa formación no figuraba ni en los mapas.

Se refiere a los karijona, una tribu indígena que se supone extinta, que habitaba estas selvas y que por algún motivo escogieron estas mesetas como su sitio sagrado. Las evidencias que recogieron Castaño y sus investigadores revelan que estos abrigos rocosos hacen parte de un culto solar de más de 20 000 años de antigüedad, quizá el más importante del continente. Estudiarlos podrá ayudar a resolver los enigmas de estos cazadores y recolectores.

Y esa ha sido su obsesión en los últimos 20 años. Castaño dice que a pesar de que no volvió a poner un pie en Chiribiquete, no ha dejado de investigar. Con el material recogido en aquellas expediciones y posteriores sobrevuelos, tiene pendiente publicar los resultados de sus estudios que, en su opinión, son tan valiosos que hay que esperar el momento oportuno para revelarlos. Hay verdades que no se pueden soltar así no más, explica.

Los expedicionarios 

Gary Stiles, un ornitólogo estadounidense que llegó a Colombia hace 25 años y se quedó a vivir aquí por ser el país con mayor cantidad de especies de aves en el mundo, hizo parte del grupo de científicos del Instituto de Ciencias Naturales de la Universidad Nacional que llegó a Chiribiquete en el tercer y último viaje.

Estuvo allí casi 20 días a finales de 1992, en un campamento ubicado en el centro de una meseta a 600 metros sobre el nivel del mar. «Bajar de ahí era muy complicado. Son superficies de piedra y por la erosión se producen cañones verticales; el riesgo es pisar mal y caer en alguno de esos filos». La única manera de estudiar las mesetas era llegando por aire.

Por aire. En 1991, Parques Nacionales, el Jardín Botánico de Madrid y el Instituto de Ciencias Naturales aterrizaron en los tepuyes.

Recuerda que el trabajo era arduo. Se levantaban a las cuatro de la mañana a buscar aves; a las tres de la tarde paraban para pasar sus apuntes y volvían a salir hasta que cayera la noche. Lograron hacer un inventario relativamente completo de esa meseta: identificaron más de 50 especies nuevas de fauna y flora que publicaron en 1995. «Fue interesante encontrar plantas y aves que se conocían más al noreste del continente. Chiribiquete es un pedacito de Guyana en pleno Amazonas», explica.

De hecho él descubrió una especie nueva de colibrí –chlorostilbon olivaresi o colibrí esmeralda de Chiribiquete– y dos subespecies de otras aves, un copetón y un atrapamoscas.

Con sus manos. Así construyeron los botes y la estación Puerto Abeja Patricio von Hildebrand y sus compañeros de Puerto Rastrojo.

Y mientras Carlos Castaño y su grupo de científicos, con el eminente holandés Thomas van der Hammen a la cabeza, llegaban en helicóptero a las mesetas de la parte norte del parque, Patricio von Hildebrand, un biólogo de ascendencia alemana, decidió internarse en Chiribiquete a pie, por la frontera sur. Era la opción más difícil. Había que remontar los rápidos del río Mesay y, según sabía, nadie lo había intentado. Pero eso lo animó más. Ya había creado en 1982 la fundación Puerto Rastrojo y, junto a su hermano Martín, se habían metido en lo profundo de la Amazonía a investigar comunidades indígenas, especies en vía de extinción y a emprender una cruzada por la conservación.

Precisamente por aquellos días de 1991, Patricio estaba entregando una estación al Inderena, en el recién creado parque Natural de Carihuaní. Allí empezó estudiando a las tortugas charapas –la más grande de agua dulce– para lograr su conservación, y terminó ayudando a la declaratoria de este parque de 575 000 hectáreas, en octubre de 1987.

Los narcos también estuvieron en Chiribiquete y dejaron su rastro en las pistas de Tranquilandia, que fueron bombardeadas por la Policía.

Con ese espíritu de aventura emprendió un primer viaje de reconocimiento que duró tres semanas. A final de año, en el verano, emprendió una segunda aventura con las biólogas María Cristina Peñuela y Natalia Hernández, y un indígena llamado Camilo Matapí. Hicieron los primeros muestreos de plantas por el río Mesay en una travesía de más de dos meses. Allí descubrieron los nombres de los chorros y cascadas que aún permanecían en la memoria de algunos indígenas andoques que habían conocido en Araracuara; otros lugares tuvieron que bautizarlos ellos. No había huellas del paso de seres humanos. Ni los jaguares les huían.

Comprobaron que era cierta la leyenda indígena de que cada chorro tiene una boa que lo cuida. Lo vivieron tratando de llegar al chorro de La Reina. Para lograrlo tuvieron que sobrevivir a una odisea: pasar por el chorro de Masaca, el de Guacamayos, el Rayador, el Hacha, el Jacamiyá, el Jururú, el Jacamení. Cada tanto tenían que quitarse las botas, bajarse del bote y echárselo al hombro con el motor, la comida y el equipaje. Cada día, Patricio se convencía de la necesidad de seguir adentrándose más y más en aquella maravilla. Así se le ocurrió la idea de montar una estación biológica.

Solo en verano se puede ingresar al parque por la parte sur, por Araracuara. En invierno, los chorros crecen tanto que es imposible cruzarlos.

En junio de 1992, salió en su tercera travesía buscando el mejor sitio para construir una casa desde la cual se pudieran planear expediciones científicas. Al cabo de varias semanas lo encontró al sur del río Mesay, fuera del parque. Era perfecto: estaba en una pequeña meseta rocosa, le ofrecía un puerto que funcionaba en invierno y en verano, llegaba agua por gravedad y tenía a menos de 500 metros quebradas de agua cristalina y lechos de piedra que parecían una piscina.

Desde esa casa, que llamó Puerto Abeja y que construyó con sus propias manos, ideó un sistema de investigaciones que funcionó durante 10 años y que incluyó estudios de aves, plantas, descomposición de materia orgánica, climatología, suelos e insectos. Lo hizo en asocio con varias instituciones –entre ellas el Instituto Humboldt– y con recursos de Holanda y la Unión Europea. A estas alturas, von Hildebrand vivía allá nueve meses del año y salía en expediciones remontando ríos y descubriendo esta tierra virgen.

Más de 250 000 pictogramas se han encontrado en los tepuyes. Eran sitios sagrados de los karijonas, allí llegaban solo los chamanes.

Y cuando creyó haberlo visto todo, en el verano de 1993 hizo un hallazgo que lo dejó con la boca abierta. Salió con un indígena llamado Curupira y, cuando llevaban más de dos meses andando, encontraron El Estadio, una increíble formación rocosa de forma circular que no figuraba ni en los mapas. Pero la escena más surrealista se abrió ante sus ojos cuando vio las famosas pistas de aterrizaje de Tranquilanda. Eran 17 y estaban bombardeadas.

«Ahí en medio de la nada aparecieron buldóceres, aplanadoras, tractores, carros, timbos de plástico, tubería, tejas de zinc. Pablo Escobar logró bajar helicópteros en los tepuyes, descargó maquinaria y aplanó la piedra hasta convertirlos en pistas. Era increíble», recuerda.

Se conocen 300 especies de aves, 72 de escarabajos, 313 de mariposas, 7 de primates, tres de nutrias, cuatro de felinos, 48 de murciélagos, ocho de roedores, dos de delfines y 60 de peces. 

Sus expediciones siguieron de manera ininterrumpida hasta el 27 de septiembre de 2002, fecha que no olvidará nunca. Ese día Boris, el comandante de las FARC con el que le tocó aprender a convivir desde junio de 1999, le avisó que tendría que salir de allí. «Dijo que el ejército entraría y no podían garantizarnos la seguridad. Nos fuimos y a los ocho días descargaron 17 000 soldados. No hubo vuelos durante casi un año».

Logró salvar el material de investigación, pero Puerto Abeja se perdió entre la maleza. Lo pudo comprobar en sus siguientes viajes en 2009 y 2010 para documentar la ampliación del parque. Lo mejor fue descubrir que, a pesar del paso del tiempo, Chiribiquete sigue intacto, perfecto. Ya no hay guerrilla y no han llegado los colonos. No hay guardaparques;  todavía lo cuidan las boas y los jaguares.

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  1. Una auténtica maravilla, recuerdo ver su documental y quedar con la boca abierta ante tanta belleza y misterio.

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