La quemazón de este año ya arrasó miles de hectáreas en la Amazonia y la Orinoquia. Una científica que investiga el tema desde hace 15 años asegura que los fuegos tienen más que ver con pastizales que con accidentes.

Por Helena Calle
Foto de Cristian Garavito (El Espectador)

Cuando la joven bióloga y geógrafa catalana Dolors Armenteras llegó a Colombia hace 20 años para levantar el primer Sistema de Información Geográfica de Biodiversidad con el Instituto Humboldt notó por casualidad que nadie llevaba la cuenta de los incendios forestales que dejaban en candela viva la Orinoquia, la Amazonia y los Andes. Sólo encontró que 300 mil hectáreas se incendiaban al año, sin más detalle. “Todos sabíamos que se quemaban las sabanas y los bosques, pero nadie sabía cuánto ni porqué. Sólo había estudios sobre fuego en Brasil”.

¿Cuál es la relación entre fuego y bosques en Colombia?. Esta pregunta, que surgió por casualidad, ha guiado su trabajo durante los últimos 15 años como investigadora.

La información que tenía disponible era poca. Sabía que las sabanas de la Orinoquia se queman intencionalmente para renovar los pastos que come el ganado, y de manera natural en menor medida. Por otro lado, en la Amazonia, algunos grupos indígenas queman sus chagras para aprovechar las cenizas que aportan temporalmente nutrientes a sus cultivos, y vuelven a los tres años a aprovechar la tierra fértil.

Estos “fuegos controlados” son prácticas centenarias campesinas e indígenas. En congresos científicos y aulas de clase, la corrección política de sus pares anulaba de taquito una de sus sospechas: los bosques de la Amazonia, la región históricamente más deforestada del país, sucumbían bajo el fuego provocado por colonos. “Me decían que los incendios eran pequeños, separados los unos de los otros, insignificantes comparados con los gigantescos fuegos llaneros. Pero no es así. La Amazonia de Colombia es la más húmeda por su cercanía a los Andes, sus bosques son diversos, con alto contenido de carbono, no están acostumbrados al fuego. Además, había una clara política de colonización desde los años sesenta para esas dos regiones. ¿Por qué nadie hacía esa conexión?”, se pregunta. “Aceptémoslo, tampoco me creían porque era mujer y extranjera”.

Comenzó por preguntarse cuándo se hacían las quemas. Las imágenes satelitales que ordenaba por correo a la NASA y que esperaba por semanas, le decían que se quemaba más en temporada seca, de diciembre a marzo. Lo siguiente fue visitar cada uno de los puntos de calor que percibía el satélite para saber qué había en donde se iniciaba el fuego: pastos, bosques o gente. En regiones como el Guaviare, el orden público le impedía la entrada. En los páramos de los Andes no encontraba fuegos, sino hornos de cerámica que los satélites habían leído como puntos de calor, y se devolvía a Bogotá con las manos vacías y la duda rondando en su cabeza.

Más tarde que temprano, sus pesquisas le revelaron que “el 99 % de los fuegos son provocados por humanos, pero las temporadas secas más largas, producto del cambio climático, provocan incendios más voraces”. En parte porque no había una capacidad de respuesta. Incluso hoy, la mayoría de bomberos son voluntarios y el acceso a las zonas se complica por cuestiones de orden público. De acuerdo con sus investigaciones, no sólo la sequía aviva los fuegos en la Amazonia. Si hay un invierno largo y lluvioso (en un año de El Niño, como lo fue 2015), la vegetación crece más y en teoría hay más qué quemar. Sin embargo, los cambios de temperatura y las respuestas estatales deficientes no son lo único que aviva la quemazón. ¿Quiénes estaban prendiendo candela, para qué, cuáles eran los efectos del fuego en la biodiversidad?

Con eso en mente entró a dictar ecología del paisaje en la Universidad Nacional en 2008.

En ese entonces, la Ley de Datos Abiertos de Colombia no estaba implementada. Ninguna entidad estaba obligada a responder sus preguntas sobre quién era dueño de los lugares en donde se registraban los fuegos, sobre la vocación de esas tierras. Casi ninguna lo hizo.

Sus estudiantes, en cambio, le cogieron la pita. Recolectaron información sobre los dueños de las tierras quemadas, mandaron derechos de petición al IGAC y hacían quemas controladas en sus fincas para medir el carbono en los suelos. En la docencia encontró sus respuestas, y en el apoyo internacional,  financiación y credibilidad.

Una de las fortalezas de su grupo de investigación, cuenta, son las ingenieras forestales y biólogas formándose en estos temas. Algunas estudian los efectos del fuego en la biodiversidad, aún desconocidos en Colombia, en parte gracias a que amadrinó a sus estudiantes mujeres, sobre todo a las que les negaron oportunidades de investigación por ser consideradas “demasiado frágiles” para ir a campo, como cuenta que le sucedió a ella misma en el pasado.

Ni vacas, ni coca, ni colillas

El 14 de febrero de 2018, el ministro de Medio Ambiente, Luis Murillo, tuiteó: “En temporada seca evitemos dejar residuos como vidrios o colillas de cigarrillo en nuestros ecosistemas”. La excusa del cigarrillo y el paseo de olla, aunque verdadera, no es suficiente. Armenteras insiste en que Colombia se incendia por manejos agrícolas y ganaderos de la tierra, para deforestar, para apropiarse de las tierras, para cazar y, en menor medida, por accidentes con colillas.

Según sus estudios, los fuegos han aumentado considerablemente en Colombia y particularmente en la Amazonia durante los últimos 15 años. En el país las hipótesis más populares es que las personas queman el bosque para sembrar coca o hacer prados para ganadería extensiva y agricultura.

El Parque Nacional El Tuparro (Vichada) lleva casi una semana sufriendo de incendios al norte del área protegida. Según un comunicado de Parques Nacionales, ya se han quemado unas 2000 hectáreas.El año pasado, el mismo lugar sufrió incendios forestales en zonas de amortiguamiento.  Foto: PNN

Una investigación que Armenteras lideró en 2013, sobre el papel de los pastizales, el fuego y los cultivos ilícitos como motores de deforestación en San José del Guaviare, determinó que los pastizales en la Amazonia colombiana se triplicaron entre 2000 y 2009. En teoría, donde hubo coca, cenizas y pastos quedan. “Por un lado, fuego y coca no tienen la fuerte relación que pensaba, en parte porque los cocales se han hecho cada vez más pequeños. Pero descubrimos que cuando se deforesta para hacer cultivos bosque adentro, hay fragmentación del bosque. En caso de un incendio, se propaga con más facilidad”.

Ya había determinado que el fuego tiene más que ver con vacas que con coca, sin embargo, ese mismo año, un estudio que realizó junto a Liliana Dávalos (bióloga de Stony Brook University), la economista Jennifer Holmes (de la Universidad de Texas) y la ingeniera forestal Nelly Rodríguez, cuestionó seriamente la creencia popular de que los pastizales para ganado eran el motor del fuego en estas regiones. “Había dos hipótesis, la primera era que el pulso del mercado de la carne de res promueve la conversión de bosques en pastizales para las vacas. Esta es la más popular. Es una teoría que se llama “la conexión de la hamburguesa”. La segunda era que el ganado sirve como una especie de excusa para aumentar el valor de la tierra y expandir una propiedad”. Notaron que entre 2000 y 2009, los precios de la carne de res fueron estables, y el número de vacas no aumentó. Mientras, los fuegos avanzaron a la par de la frontera agropecuaria. El asunto se inclina hacia la segunda hipótesis: el uso del fuego esta más asociado con la adquisición de tierras que con el tratamiento de pastos para ganadería. Una perversa conclusión.

Su última investigación reveló que el fuego es usado, directa e indirectamente, para deforestar y acceder más fácilmente al bosque. Sin embargo, fuera de Brasil esta afirmación no está explorada a profundidad. Armenteras y su equipo compararon 12 años de datos satelitales de cinco países amazónicos (Venezuela, Colombia, Ecuador, Perú y Brasil) para concluir que los fuegos están asociados con las vías de comunicación de la Amazonia: carreteras y ríos, y que todos los países estaban siendo afectados, aunque en Ecuador, por ejemplo, la explotación de hidrocarburos y la apertura de caminos asociados con éstos está fuertemente ligado a los fuegos y la deforestación amazónica.

Los avances de la tecnología en Colombia han ilustrado lo que ella sospechaba hace décadas. Desde hace 5 años, el Instituto Amazónico de Estudios Científicos (SINCHI) monitorea satelitalmente los fuegos de la Amazonia, y hace un año, los de la Orinoquia. “Pero, claramente, ver unos puntos de anomalías térmicas. que es lo que estos datos muestran, no es suficiente, ni aquí ni en ningún lugar que sufra este problema. Hay que conocer cómo funciona el territorio”, aclara.

Ese sistema reportó 53 fuegos en la Amazonia y Orinoquia colombianas para el 27 de enero de este año. Dos semanas después, el 12 de febrero, se registraron 2.035. Otra prueba de que la candela está viva en la Amazonia, y no por casualidad.

Su último trabajo es un “modelito” (como ella le dice) que desarrolló junto a ingenieras forestales y biólogas para que el Proyecto de Monitoreo de Bosques (REDD+) de Naciones Unidas arroje predicciones más oportunas sobre dónde se tumbará y quemará bajo una premisa sencilla: donde se quemó hoy, se quemará mañana y se deforestará pasado mañana.

A pulso de dos décadas de investigación, Armenteras se ganó un lugar como una de las científicas que más sabe sobre fuego y deforestación en el país, y aún falta mucho por hacer.

*Infoamazonia es una alianza periodística entre Amazon Conservation Team, Dejusticia y El Espectador

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